martes, 7 de diciembre de 2021

LA CHICHA DORADA

Siempre veía a mi abuelo en las noches que se adentraba al campo con machete y pala en mano a recorrer sus tierras. Y hubo una ocasión, donde después de la cena, aquel hombre tan sabio, me contó algo que constantemente él tiene presente en la memoria y, que cambió su forma de pensar, sobre aquellos misterios cuando la luz se apaga y la penumbra se asienta por todos lugares donde aún lo fantástico vive junto a lo real. Como dije: a mi abuelo le gustaba caminar mucho por el campo y, cuando la noche marcaba más allá de las doce, él salía con frecuencia a custodiar aquellas estaciones de su propiedad. Y una noche al encontrarlo mirando el negro y estrellado cielo, afuera de su casa de un aspecto rústico, me dijo:

—Hay que tenerle mucho respeto a la tierra hijo, y a las noches de luna llena.

—¿Y por qué me dice esto abuelo? —le pregunté un poco sorprendido.

—En los campos se guardan muchos secretos… —musito mi abuelo con la vista puesta en la luna.

—¿Alguna vez te encontraste con algo que nunca pudiste explicar? —le pregunté.

—Si —me dijo mirando el oscuro firmamento, donde la luna y las estrellas brillaban con esplendor.

—Cuéntame abuelo, ¿qué fue lo que encontraste? ¿o qué fue lo que viste?...

—Hace mucho tiempo… Cuando era joven. Siempre me gustaba ir en las noches montado en mi viejo asno, hasta llegar a la “Playa del Brujo”; un lugar muy cerca de aquí, que, a paso de burro, llegas casi al amanecer.

—¿Y qué fue lo que pudiste hallar cuando visitabas aquella lejana playa? —le pregunté.

—Cuando me dirigía por aquel camino donde a pocos metros ya se podía escuchar en total silencio de la madrugada, las olas del mar. Pude observar por un sendero que se desviaba hacia un costado y se habría hacia un bosque de algarrobos. Una extraña luz, como de hoguera. La curiosidad me hizo llegar hasta ahí, y en ese preciso lugar, un grupo de hombres estaban reunidos en medio de aquel campo, y en sus manos, cada uno llevaba un pequeño vaso con un líquido especial. Aquellos individuos, parecían estar celebrando algo, y sus rostros al beber pequeños sorbos de esas copas, se llenaban de felicidad.

—Pero eso es normal abuelo, la gente se pone feliz cuando bebe —le dije —. Muchas personas se reúnen en las noches para beber alumbrados por alguna fogata —agregue mirando sus ojos de un brillo especial.

—No hijo, esta gente que estaba reunida ahí y, que brindaban con estos vasos llenos de ese extraño líquido. Tenían el rostro rebosante de goce, paz y alegría. Como si algo celestial y puro los acariciaba y los miraba. Cerraban los ojos y sonreían en silencio. Sus expresiones eran de personas que habían encontrado algo maravilloso en su existencia y en esa bebida misteriosa.

—Seguramente estaban ebrios y aquello, era chicha. La bebida predilecta de los incas… La gente de ahora la sigue fabricando y bebiendo en sus reuniones en estos días —le dije.

—¡No hijo!... —respondió muy serio—. Eso fue lo que pensé en primera instancia. Pero esta bebida que tomaban estas personas era otra cosa. Y la verdad te digo, que, si sabía a chicha, pero no era una chicha común. Esta tenía un aspecto dorado y de un sabor único —dijo mi abuelo, mirándome directamente a los ojos.

—¿Entonces pudiste probarla?

—Sí, la probé y efectivamente sabía a chicha. Pero era una chicha única.

—Y qué más, cuéntame, ¿qué pasó luego?...

—Después de que se dieran cuenta que yo estaba mirándolos. Uno de ellos se me acercó y me dijo: “Bebe hermano, y verás a los espíritus de la madre tierra”. Cuando bebí un sorbo, primero no veía nada y tampoco sentía nada. Pero el sabor de esta chicha dorada, era algo celestial en tu paladar. Tanto que llamaba a la boca a beber más. De pronto asombrado, vi unas pequeñas luces que brotaban del suelo. Era algo mágico y único. Y sin esperar más, de pronto una sensación de paz sentí que se adentraba en mi alma, y sentí un amor inimaginable por aquellas lucecitas, que tenían una semejanza a la de las luciérnagas, que se me acercaban y me acariciaban y me transmitían algo nuevo y especial en mi ser. En todo este trance de felicidad y asombro, podía ver el equilibrio de las plantas y los animales, la paz de la callada noche y de sus criaturas que duermen entre los árboles y matorrales. Me desconecte de la tierra y me adentre al mundo de aquellos espíritus que estaban constantemente en rigurosa vigilia, y que cubriendo de su mágica vida todo lo natural y puro, hacían más maravillosa la noche en este lugar lleno de fauna y vida salvaje muy cerca del mar. Cuidando el sueño de toda vida que los rodea y de todos sus elementos —dijo esto mi abuelo, con los ojos brillosos de emoción.

Cuando termino de decir lo último, lo miré maravillado y le pregunté:

—¿Y qué pasó después? ¿Quién había fabricado esa chicha?

—Hijo. Fascinado por aquella experiencia, me dispuse a preguntar a uno de aquellos hombres sobre el origen de tal extraordinaria bebida. Y aquel hombre que se acercó primero y me ofreció la bebida, me contó esto: “Hace unos años, no muy lejos de aquí, en una huaca cerca al mar, donde también yacen unas extrañas ruinas. Encontraron unos huaqueros, unos cántaros llenos de este líquido misterioso y que, al verlo resplandeciente, se dispusieron a probarlo. Después de unas horas de beber, comenzaron a experimentar todas estas cosas maravillosas”.

—¿Entonces es una bebida que dejaron en las huacas aquellos que habitaban antiguamente estas tierras? —le dije yo muy sorprendido.

—¡Así es hijo! Aquellos huaqueros tenían en su poder, estos cántaros llenos de este fascinante líquido. 

—¿Y luego qué pasó, los volviste a ver nuevamente? —le pregunté emocionado por esta historia.

—Pasaron muchos días y no podía olvidar aquel encuentro con esos huaqueros. Les conté a todos sobre aquel evento de aquella noche. Pero nadie me creyó, incluso algunos amigos pensaban que había perdido la razón, cuando me encontraba en mi viejo asno camino a la playa. A esos hombres también los busque por el campo, y por el bosque de espinos y algarrobos cerca al mar. Por un tiempo me obsesione tanto que pensé también que me volvería loco por no encontrarlos. Pasaron los años y no los pude hallar. Me casé con tu abuela y a escondidas seguí recorriendo aquella playa en busca de esos huaqueros y su bebida especial. Ya después de mucho tiempo con el nacimiento de tu padre, olvidé aquel extraño suceso y nunca más volví a hablar sobre esto a nadie, hasta ahora que te lo cuento a ti. Pero te digo un secreto hijo… A veces, en las noches, aun salgo todavía en busca de estos hombres y su chicha dorada.

Mauricio Lozano

domingo, 20 de diciembre de 2020

LA SEMILLA MILAGROSA

Durante el imperio Incaico la agricultura se centraba en la producción de panllevar, productos que los Incas Los utilizaban en su alimentación. Inclusive, a principios de la colonia, los españoles continuaron cultivando estos y otros productos traídos de España.

Fue el español Diego de Mora y Manrique quien empezó a revolucionar la agricultura en el Valle Chicama; trayendo, en forma secreta, semillas de caña de azúcar, procedentes de México. Las semillas fueron trasladadas de tumbes al Valle Chicama en mula. Por entonces, 1538, no existían vehículos motorizados. El único medio de locomoción era la acémila (Caballo, burro, buey).

Con las semillas a sus pies, Diego de Mora derramo la última gota de felicidad y de ilusión que penetro en lo mas profundo de su vida. Sin perdida de tiempo, empezó a sembrarla en su hacienda llamada Chicamita, de manera muy hermética, a fin de nadie se enterará.

Un aire tibio corría cuando el contingente de negros que sembraron las primeras semillas en un terreno debidamente preparado. Lo hicieron en la madrugada, teniendo como única compañía a la luna que brillaba con todo su esplendor, lo cual les permitía realizar el trabajo sin ningún problema.

Conforme iban creciendo los cañaverales, nadie podía pasar cerca de la plantación, la cual se veía radiante y hermosa. A las personas que, por curiosidad, tenían que cruzar por allí, don Diego les clavaba una mirada hosca y malhumorada y los hacia detener. Una vez detenidos los castigaba ejemplarmente. Dia y noche la cuidaban un buen número de negros.

La primera cosecha la realizó en 1540 y, para procesarla, mando traer desde España un trapiche de madera.

Chicamita comenzó a producir un dulce denominado marquetones o marquetas, los cuales fueron distribuidos en la ciudad de Trujillo y el Valle Chicama.

Cuando el español Pedro Cieza de León pasaba por el Valle Chicama, en setiembre de 1548, los cañaverales lucían hermosos, batiendo sus largas hojas al sentir las caricias del viento. Se mecían expresando una alegría inconfundible por haber encontrado un nuevo hogar.

Había nacido, pues, en el Valle de Chicama, algo nuevo y muy agradable que jamás se pensó que brotaría como un manantial natural inagotable.

El 5 de octubre de 1560 arribo al Valle Chicama, un grupo de gentes de alta alcurnia, entre amigos y familiares de don Diego, quienes fueron testigos de resplandecientes campos sembrados con caña de azúcar y un trapiche en pleno funcionamiento.

Mientras don Diego de Mora Impulsaba el cultivo de la caña de azúcar, los demás españoles, dueños de fundos y de haciendas, sembraba trigo, un cereal introducido al país, en forma casual por los españoles. Algunos granos, de trigo Emmeir, fueron traídos mezclados con una remesa de garbanzo, aproximadamente, aproximada, en 1540.

Se citan los nombres de tres damas españolas: María Escobar, Inés Muños y Beatriz Salcedo, como las primeras introductoras (cultivo del trigo, Ministerio de Agricultura).

A partir del terremoto de octubre de 1687, apareció en el país la enfermedad denominada “Roya Negra” o “Roya del Tallo” que elimino, prácticamente, el cultivo del trigo en el Valle de Chicama.

Ante esta situación embarazosa, los descendientes de Diego de Mora decidieron desprenderse de su egoísmo, dejando que la caña de azúcar se expandiera por todo el Valle Chicama, pintando todo el panorama de un verde esmeralda, de fe y de esperanza para las futuras generaciones.

La caña constituye la fuente más importante de azúcar, de melaza, para la elaboración de alcohol y de bagazo, para la industria de papel y cartón.

En algunos países se considera al azúcar un artículo de lujo.

Existe un buen numero de variedades de caña y se siembra en suelos extraordinariamente fértiles y productivos como los que hay en el Valle Chicama. Todas tienen características sobresalientes que se usan para identificarlas.

Aunque hay que resaltar que la caña se empezó a sembrar en tierras vírgenes, recién abiertas al cultivo y en extensiones no muy grandes, las mismas que fueron creciendo con el tiempo.

O sea que, a partir de entonces, se convirtió en la semilla milagrosa. Empezó a dar bienestar a toda la gente de la época; sin imaginarse que, 325 años después, seguiría siendo sostén de miles de familias dispersas por toda la costa peruana, concentradas en las empresas azucareras de Paramonga, Cayalti, Laredo, Casa Grande, etc.

 

Luis Chuquipoma Muñoz

                                                         

 

miércoles, 19 de agosto de 2020

EL CANTO DE LA GALLARETA


Por la tarde, mi abuelo solía decir que en aquel pozo que él tapo. Solía cantar una gallareta que anunciaba un fenómeno poco natural en todo el resplandor del ocaso. Y que él, por mucho tiempo temió de aquello, hasta que una noche, con escopeta en mano, salió a enfrentarlo.

Hace unos años, cuando los hijos e hijas de mi abuelo eran todavía chicos, había un pozo donde muy cerca de ahí, aquel patriarca y dueño de un fundo, tenía hectáreas sembradas por maíz y otros cultivos. Entre días de sol y en compañía de mi abuela, se dispuso a vivir en medio del campo con todos los trajines del día a día, luchando y trabajando arduamente sin descanso. La vida campestre, forma una existencia única en los hombres que subsisten cultivando de la tierra. Sus mentes y sus cuerpos llenos de vigor y salud se optimizan bajo el sol, siempre vigilando lo que siembran. Las noches eran calmadas y las tardes de brisa silvestre, eran un disfrute de paz, acompañado por las cantoras aves que también ahí habitan.

Pero un día cuando él se encontraba trabajando muy lejos de lo habitual, divisa entre la bruma soleada una silueta que viene gritando su nombre desde un camino que tiene como fin su rustica casa. Cuando él, al acercase más para ver quien remotamente viene a darle el encuentro. Se dio con la sorpresa, que era la mayor de sus hijas que venía a enunciarle un triste hecho.

Y aconteció ese día, que otra de sus hijas, hallo ahogado en aquel pozo, al peón que, por mucho tiempo, le ayudaba en la chacra. Y que muy cerca vivía con su joven esposa, y, que, justamente no había sabido de él por varios días. Que, desde luego justo en este amanecer, aquella hija suya, lo había encontrado muerto por ahogamiento en aquel pozo donde mi abuelo sacaba agua para regar con un motor las adyacentes hectáreas de maíz y una pequeña huerta donde tenía cultivado zanahorias, lechugas y otras clases de hortalizas.

Aquella hija suya, al ver tal terrorífico hallazgo, salió corriendo a la casa con el corazón y los nervios alterados y, más, por que a tan solo a su corta edad haya experimentado tal terrorífico hecho, en un día rutinario para ella, que tenía como afán, ir por esa parte del campo para ayudar con el riego de las legumbres y demás frutos y que incluso, a veces, iba por los caminos buscado mariposas y flores silvestres en las orillas de las lagunas y acequias. Pero ese día, aquel suso tan espelúznate. Quedaría por mucho tiempo.

Ella había salido muy temprano de la casa como la mente puesta en que sus flores y rosales tenga la tierra húmeda, y al acercarse para sacar agua de la charca con un balde. Ve que el cuerpo sin vida de este hombre, salía a flote, dejando descubierto todo su cuerpo hinchado por el tiempo que había estado descomponiéndose en el fondo del pozo.

Cuando mi abuelo llego a la casa, encontró a su pequeña hija, aun todavía sollozando por el susto y, al ver a su padre llegar, fue acudiendo en paso veloz a sus brazos y le cuenta lo sucedido, murmurando y tartamudeando nerviosamente entre llantos producido por la funesta imagen de aquel hombre que salió flotando cuando ella se acercaba a las orillas del charco a sacar agua.

Inmediatamente mi abuelo, fue a ver de qué se trataba y si de verdad era su peón quien se había ahogado, o algún vecino había caído o quien tuvo la desdicha de caer, hasta pudo haber sido un ladrón y que fue víctima de las aguas de la profunda charca. Al llegar en compañía de su mayor hijo, pudo ver flotando todavía el cuerpo y al divisarlo por un costado, se da con la sorpresa que era aquel peón suyo que vivía justamente en una provisoria choza que se le había construido muy cerca del pozo y que había veces donde él iba de visita a la casa de su padre.

Después de que pasaran por todos los pormenores de recoger al muerto, hacer la investigación de este trágico hecho y entregarlo a la familia para que procedan hacerle cristiana sepultura. Mi abuelo fue a ver el pozo, ya que le dejo un sentimiento de inseguridad y de tristeza por lo ya antes ocurrido. Y ahí pensando el, en este trágico hecho en sus tierras, pudo escuchar el canto de una gallareta que salía desde lo profundo de unos juncos y que al mismo tiempo anunciaba el crepúsculo.

Para la tranquilidad de mi abuelo, el canto de las aves es sinónimo de pureza y paz. Con eso el regreso a su casa con despreocupación.

Desde ese día, siempre a la misma hora aquella gallareta cantaba y anunciaba el término de la tarde para dar paso a la constelada noche. En medio de otros cantos de otras aves que regresaban a sus dormideros y otras que también partían en busca de algún frondoso árbol donde pernoctar.

Y los días pasaron y los finales de las tardes eran avisados por el canto de aquella gallareta. Y siempre con ese peculiar sonido que repercutía en el anaranjado cielo. Y llego un día, en donde mi abuelo se dispuso a regar en horas de la noche con su motor, acompañado tan solo por dos de sus perros. Y en ese trayecto, pudo divisar un bulto blanco que yacía al costado entre las ramas de un viejo espino, y que tenía la forma de un ave, y al verlo, solo duro un instante; ya que inmediatamente aquella inusitada ave, hecho a volar entre la negruzca noche.

Pasaron muchos días, y mi abuelo se quedó consternado por lo que había visto esa noche. Y la curiosidad lo embargo por completo y de vez en cuando salía en busca de aquella blanca ave que lo dejo pensativo y que dejo en él, un sentimiento de inquietud y misterio.

Muchas noches hubo donde el pasaba por aquel espino cerca del pozo, en ese mismo estanque donde habían encontrado aquel peón suyo ahogado y que también anunciaba la noche el canto de aquella gallareta.  Y sucedió que una de estas tantas oscuras noches, fue a escuchar el canto de aquella ave, mucho más cerca y como era habitual, y a la misma hora, sucedió este sonoro canto. Y mucho  después de las primeras horas de la tarde y ya con sol ocultándose en la paz del horizonte, mi abuelo siguió esperando ese lugar, acostado tan solo por la visita de aquella misteriosa blanca ave, y se quedó hasta la media noche, mirando las estrellas y la luna que se escondía entre trasparentes nubes y en la calma que se había instalado en ese lugar, solo era perturbado por el sonido de algunos grillos, el sonido del agua corriendo por la acequia y el revoloteo de algunos peces que se dispone a casar insectos en las orillas de la poza. Cuando repentinamente, ve que de entre los juncos de la poza, sale aquella ave blanca que lo había dejado turbado anteriormente, y que, al prender un corto vuelo, inmediatamente la vio meterse entre las ramas de aquel vecino espino. Para su desconcierto de él, todo eso sucedía desde donde el yacía apostado entre unas crecidas hiervas al costado de una acequia. Se quedó observándola anonadado y agudizando la vista vio que era una gallareta color blanco para su asombro. Desconcertado, incluso en ese mismo instante se dispuso a cantar entre la penumbra de la noche. Al mismo tiempo donde el ave estaba en sonoro concierto nocturno, desde los juncos de la alberca de donde había salido, se podían escuchar tenebrosos llantos que hicieron que mi abuelo se levantase en paralizante susto por lo que estaba escuchando y salir corriendo del lugar.

Cuando llego a su casa, le conto esto a mi abuela y solo se dispusieron en orar para dar descanso eterno a esta condenada alma del ahogado de aquel pozo.

Mucho tiempo paso en que se podía oír en las noches el canto de aquella ave y también algunas noches decían algunos peones y gente que transitaba por esas horas muy cerca del este tenebroso charco, el llanto de esta condenada alma.

Mi abuelo pasó sus días en total comunión con su vida de agricultor en su casa con su esposa y sus hijos, evitando estar en horas de la noche pasar por aquella poza. Tiempo después, en donde mi abuelo regresando de su jornada después de regar en horas de la noche sus cultivos de caña de azúcar. Pudo ver desde lejos a aquella ave una vez más y teniendo la escopeta en mano. Fue decidido a acabar con este asunto que muchos años lo había tenido en la mente. Armando de coraje, fue atravesando el campo entre la oscuridad de la noche y precisamente estaba ocurriendo todo lo que una vez pudo oír y ver; cuando de repente sin pensarlo mucho, y asomándose por unos crecidos arbustos, apunto el cañón de escopeta a aquella ave blanca. Y en la oscuridad de la noche. Se escuchó un disparo que asusto hasta los perros de las granjas vecinas que lejanamente hacían escuchar sus ladridos. Había sido mi abuelo que le había disparado a aquel pálido animal y que sin dejar rastro desapareció entre las ramas del espino.

En los días posteriores, nunca más se la vio, es más, ni se la pudo escuchar cantar más y tampoco se podía oír aquellos tenebrosos llantos que salían de aquella charca. Pasaron los días y mi abuelo, tapo aquel paso y corto aquel espino y así dio por concluido todo mal recuerdo de lo que una vez mi abuelo y su familia pudieron experimentar con un hecho que si bien supera los límites de la ficción fue tan real que hasta ahora se cuenta en algunas reuniones.

 

Mauricio Lozano

martes, 18 de agosto de 2020

EL GRINGO DE LA FÁBRICA


Era nuestro primer día de trabajo en la fábrica de azúcar de Casa Grande, y en la sección donde nos tocaba desempeñar nuestra labor, el ingeniero derivo a un grupo de nosotros a el turno de la noche, entre las 8:00 p.m. y 4:00 a.m. del día siguiente. Para todos lo de mi cuadrilla de caldereros, era lógico que no teníamos problemas en trabajar a esa hora. Todos, excepto uno de este grupo. Teníamos experiencia en grandes plantas de la puna peruana, donde la temperatura baja considerablemente, hasta enfriarte los huesos. Incluso, había dentro de nosotros, alguien que había tenido experiencias paranormales en los grandes socavones de las mineras de la sierra peruana.

En mi cuadrilla, había un cortador, dos soladores y tres amadores. Yo dentro del grupo hacía de armador. A excepción de aquel que trabajo en mina, nadie había tenido nunca alguna experiencia insólita en toda su vida. Pese a que todos nosotros somos de los distintos pueblos de este valle liberteño, donde lo mágico e ilusorio, convive con la realidad, desde tiempos inmemoriales.

Aquella primera noche, todos estábamos listos para nuestra faena. Entramos ilusionados por empezar a desempeñarnos en esta gran fábrica, donde nuestros padres y abuelos, pisaron también en años anteriores estas instalaciones, y, tuvieron la dicha de llevar el pan a sus casas, producto de su sacrificada labor, que merece ser digna de orgullo. Ahora nosotros, con nuestros diferentes oficios, también ocuparemos un lugar y dejaremos nuestro sudor y esfuerzo en esta patria de miel de caña. Desde el primer momento en que entramos a la empresa Casa Grande, se puede trascender ese olor a melao. Y dentro, observas la maravilla de su infraestructura y de todas las maquinarias que son el orgullo de esta fábrica y de los pobladores de Casa Grande.

Esta dulce tierra, años atrás la fundaron alemanes. Quienes, de una fuerte mentalidad para el trabajo duro, disciplina y sacrificio. Muchos dejaron su tierra, para instalarse aquí y construir a base de sudor, esta gigantesca planta productora de azúcar. Que incluso fue una de las primeras en toda Latinoamérica. Para los casagrandinos, ellos, dejaron un legado de su cultura, que incluso se puede observar en las casas de la urbe de este pueblo de miel de caña. Muchas construcciones, dignas representaciones de edificios de su tierra natal, se pueden observar aún. Y la gran fama también, de la personalidad de su gente, tanto mental como física.

Después de la reforma agraria, cambió todo para ellos. Muchos regresaron por mandato presidencia de aquellos años; pero algunos llegaron para quedarse eternamente. Y en esta monstruosa industria de aquel insumo dulce. Hay uno que camina aun en las noches, dentro de sus instalaciones, que se ha impregnado por las paredes, pasadizos y oficinas, como un recuerdo vivo de su gente.

La noche avanzó para nosotros, entre el ruido de las chimeneas, el aire dulce y el sonido de las maquinarias a vapor. Estábamos montando y armando unas tuberías para un caldero nuevo. Cada uno de nosotros, tenía una tarea para realizar dentro de nuestro oficio de caldereros. Algunos de nosotros, nunca habíamos escuchado sobre presencias extrañas, era nuestro primer día. Y todo parecía caminar de la mejor manera. Solo nosotros estábamos en esa sección esta noche, que quedará como una experiencia única en nuestra memoria.

Alejandro, mi compañero armador. Después de salir en busca del baño lejos del perímetro donde estamos trabajando. Notamos su ausencia que, en el principio, por comentarios satíricos, pasamos un breve momento de risas. Pero el tiempo pasaba incómodamente. Hasta que uno de nosotros, fue en su búsqueda. Muchos de los pasadizos, estaban oscuros, pero pese a eso. Edgar uno de los soldadores se animó a ir por él y averiguar que lo que le había pasado. El tiempo comenzó a transcurrir considerablemente, sin noticias de ellos. Así que comenzamos a sospechar de otras cosas que tal vez les había pasado. Y dejando todo fuimos en la búsqueda de nuestros camaradas para poder seguir trabajando con la obra.

Ruperto, uno de los soladores sacó una linterna de bolsillo que llevaba siempre. Nos adentramos por aquel pasadizo que une al departamento de calderos con la planta, donde ahí se da fin al proceso del azúcar y donde también es más profundo el olor de miel de caña. Lejos se escuchaban las turbinas de los trapiches y algunas maquinarias que quedan funcionando casi todo el día. En los diferentes departamentos de la fábrica, quedan deambulando algunos jefes, supervisando las maquinarias en algunas noches. Pero casi siempre, toda la planta queda en pare y libre de personal.

Al atravesar el pasadizo algo llamó nuestra atención. Rastros de pisadas en el suelo. De cenizas, que nos llevaban hacia el departamento de la planta eléctrica, donde yacen las turbinas generadoras, que desde tiempos muy antiguos están ahí como vestigios vivos de los años gloriosos de Casa Grande. Al penetrar aquel recinto, las pisadas nos llevaron a una escalera que llevaba a un sótano de este departamento. Una vieja puerta de fierro entreabierta nos invita a entrar, alumbrados con la poca luz de aquella linterna. Al primer momento pudimos escuchar, extraños sonidos como de gente sollozando, como si dentro alguien estuviese teniendo una pesadilla. Desde un oscuro rincón alumbramos a dos personas que parados dando la espalda a la puerta, nos dieron una tremenda impresión.

—¡Alejandro! ¡Edgar! ¡Somos nosotros!… —gritó Ruperto—, ¿son ustedes? —pregunto.

El llanto de los dos se intensifico más al escuchar nuestras voces. Rápidamente nos acercamos para poder saber que les había pasado. Y nos dimos cuenta que uno de ellos botaba babas y unas palabras salían desde el fondo de su voz.

—El gringo… el gringo de la fábrica —dijo Alejandro, con un miedo que nos helo la sangre a todos.

—Pero que cosas dices… ¡Reacciona hombre! —suscitó Ruperto—. Miguel, enciende un cigarro y dale para que se tranquilice…

Mientras tratábamos de reactivar la condición mental de Alejandro. Edgar cayó al piso, y comenzó a convulsionar. Sus nervios y su mente habían tenido una gran conmoción, sobre algo que seguramente vio que no era de este mundo.

Luego de un breve momento de poder restablecer la salud mental de Alejandro, con ayuda de algo de agua y soplándole el humo del cigarro. Ya un poco más reanimado, él nos contó lo siguiente…

—Yo venía desde el baño para poder seguir con el trabajo. Pero luego extraños susurros de un idioma extranjero, pude oír que salían de entre las paredes de ese pasadizo. De repente algo desde muy lejos noté que venía hacia mí. Un hombre alto, me daba el encuentro. Al primer momento pensé que era uno de los ingenieros que se había quedado hasta tarde. Pero un gran peso pude sentir. La sangre se me helo y mi cuerpo se comenzó a paralizar. Aquello hizo que mis pasos se vuelvan más pesados. Mi cuerpo se comenzó a escarapelar. El miedo y el terror se apoderó de todo mi ser, cuando lo pude ver a poca distancia de mí. Una gran presencia, que me miraba con sus ojos de un azul profundo me hizo entender lo que era. Al instante que lo vi en mi delante desapareció. Al momento de terminar de ver esto, mi corazón me comenzó a palpitar muy fuerte y camine tambaleante, con la vista que poco a poco se me apagaba. Hasta sin nada más, que, caer al frío piso. Al momento desperté en esta habitación. Al desadormecer estaba aquí junto a mí, Edgar, que también lo pude observar muerto de miedo que repetía llorando: “El gringo… el gringo… el gringo de la fábrica. Yo lo pude… ver… nos… va llevar… el gringo…”. Luego al girar mi cabeza hacia la puerta, lo pude observar que estaba parado ahí en la puerta, hasta que vimos la luz de la lámpara de ustedes que ingresaba como nuestra salvación.

Mientras contaba esto Alejandro. Miguel el otro soldador, reanimaba a Edgar que de una forma violenta volvió en sí.

—¡El gringo! ¡Corran nos va a llevar! ¡Corre Alejandro! —grito Edgar con una voz que nos estremeció.

—¡Cálmate Edgar somos nosotros! —le dijo Miguel, agarrándole el rostro. Hasta que volviera a la realidad.

Ya con su estado emocional restablecido. Comentó esto Edgar…

—Encontré a Alejandro, tumbado en el suelo y lo levanté para poder llevarlo con nosotros. Pero de repente al voltear lo pude ver… lo vi… les aseguro que lo vi… —dijo llorando esto Edgar quebrándose por completo.

—Cálmate compañero… cálmate ya nos vamos a ir de este lugar… —le dijo Miguel ofreciéndole un cigarrillo y un poco de agua a Edgar.

Luego de que nos contaran los aterrorizados muchachos esta historia. Solo esperamos a que llegue la hora del término de nuestro día. En casi todo el resto del tiempo que quedaba para poder ir a nuestras casas, ya no pudimos hacer nada más de la obra, solo permanecimos juntos. Ya no quisimos pasar por aquel lugar por el miedo que nos produjo todo este evento tan terrorífico. Y fuimos en búsqueda de otra puerta de salida de la fábrica. Al llegar a pocos metros del portón trasero. Lo pudimos ver todos, ahí estaba el gringo que desde lejos nos veía desde el alto de una oficina, de la planta. Quisimos relatar esto al vigilante, pero no lo hicimos. Salimos como si no nos hubiera ocurrido nada. Pero al marchar nos topamos con un recio hombre de la sección de tractores que ingresaba a la fábrica para iniciar su faena, y fue quien, divisando el pálido rostro de Edgar, noto sobre el hecho.

—¡Buen día Jóvenes!

—¡Buenos días maestro! —dijimos todos al unísono.

—Noto que su amigo se encuentra muy mal… se le ve el rostro blanco… ¿Les paso algo ahí dentro?

—¡Así es señor!... tuvimos un extraño encuentro… —dijo Ruperto.

—Seguramente vieron al gringo Kassel… —dijo el recio hombre mirándonos a todos botando el humo de su cigarro Inca.

—Así es, ¿cómo lo supo? —pregunto Ruperto.

—El gringo Kassel, siempre cuida las instalaciones, y más de gente desconocida. Él quiso mucho esta fábrica. Él fue uno de los últimos alemanes que vivieron aquí y, que se enamoraron de esta dulce tierra. Pero tengan cuidado, que el gringo no se le aparece a cualquier persona. Solo a la gente de espíritu débil. Algunos lo han pasado muy mal por haberlo visto, tuvieron que pasar muchos días para que se recuperen totalmente. Yo ahora que lo veo a su amigo. Les recomendaría que lo lleven a algún curandero, ellos son muy buenos en estas cosas —dijo aquel hombre tirando las cenizas al suelo de su cigarro Inca.

—Muchas gracias maestro por la recomendación… Tendremos en cuenta todo esto —dijo Ruperto.

—De nada jóvenes, que les valla bien.

—Que tenga buen día también maestro...

Al despedirnos de aquel hombre, nos hizo entender más sobre este inusitado evento. Esa madrugada, mientras marchamos camino al paradero para tomar rumbo a nuestras casas, escuchando remotamente el canto de los gallos, quedamos en que nunca más volveríamos a pisar esta vieja empresa, sin antes rendir respetos a la existencia del gringo. Por eso, en las noches siempre caminen por la fábrica con el espíritu altivo, no vaya que se les pueda presentar el gringo.

 

Mauricio Lozano

EL ÚLTIMO REFUGIO DE HITLER

El Perú, y las serranías cajamarquinas, pudieron ser testigos silenciosos de uno de los episodios más intrigantes de los últimos tiempos. Y Sunchubamba como todo pueblito andino, que derrocha coquetería a sus visitantes. No llegaría hacer casualidad, que fuera el lugar idóneo que escogería uno de los personajes más sobresalientes de la historia, para pasar sus últimos días en la tierra.

Transcurría un mes de diciembre del año de 1946, en Casa Grande, en aquella hacienda azucarera ubicada a treinta y cinco kilómetros de la ciudad de Trujillo. Recibía directamente desde el muelle del Puerto Malabrigo, por medio de un viejo Tren, a un séquito llegado recientemente de Alemania. Específicamente, un grupo de refugiados del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, quienes huyeron de su país, culminada la Segunda Guerra Mundial y quienes, por un acuerdo con el gobierno peruano de aquellos tiempos, recibieron asilo en esta patria.

Fueron ciento veintitrés los refugiados, todos ellos obedecían a un führer o jefe, como así lo relatan los testigos de ese entonces. Se destacaba también, la presencia de treinta y ocho miembros de las Juventudes Hitlerianas; la guardia personal de su líder; veintiocho jerarcas de lo que quedaba del partido nazi; veintinueve fanáticos de la SS y diecinueve del Volksstürm. En esta corte del líder nazi, también se distinguían: un doctor, dos enfermeros, dos cocineros y tres sirvientes.

Mostraban una disciplina impecable, envidia de las mejores milicias del planeta. A paso marcial marchaban ante su líder o al menos lo que quedaba de él. Éste, con el rostro desencajado, el brazo derecho semi paralizado y su andar vacilante; hacían de él un hombre derrotado y humillado. Pues en el bastión de su gran Alemania ya ocupado por los ejércitos aliados, le hicieron morder el polvo de la derrota.

Aquella silenciosa y fría madrugada, la casa hacienda en Casa Grande, se vestía con lo mejor de ese entonces; ya que el dueño, Don Enrique Gildemeister, era fiel amigo del führer, así como también era propietario de una hacienda en el poblado cajamarquino de Sunchubamba. En lo que, para su llegada en el comedor del lugar. Se mandó a confeccionar una esvástica: símbolo del Partido Nazi. Y en las afueras, se izó la bandera alemana, junto con la peruana, para recibimiento de los visitantes. En los jardines exteriores de la casa hacienda, se respiraba una quietud inexpugnable y se mandó a resguardar el lugar para mayor seguridad de los recién llegados.

Inmediatamente partieron hacia la serranía peruana, en una locomotora que tenía como sobrenombre "La Cuatrito". Constantemente, los escoltaban miembros del ejército peruano, triunfador de una guerra con el Ecuador en 1941. Según los comentarios de la época, gracias a las estrategias diseñadas por oficiales alemanes. Incluso, se puede asumir, un posible tratado secreto entre peruanos y alemanes, pues la afinidad entre gobiernos, no era ningún secreto, cabe destacar que el Perú abastecía de caucho a los países del eje.

Se instalaron a 17 Kilómetros de Sunchubamba, increíblemente en sólo ocho días cercaron sesenta y ocho hectáreas con alambre de púa, estupenda preparación la de esos soldados, capaces de pasar hambre, sed, frío y agotarse al máximo por su líder y sus ideales.

Hablemos algo sobre führer. Éste, odiado personaje, a quien se le atribuye de llevar a la humanidad a una guerra cruenta y salvaje, cuyo costo fue la pérdida de vidas de millones de seres inocentes, y de exterminar a más de seis millones de judíos en los nefastos campos de concentración. Escapó del comandante ruso Polevoi y de su grupo de comandos gracias a la audacia del general Krebs y Burgdorf, quienes sacrificaron sus vidas por la de su führer, los cuerpos quemados y mutilados que fueron encontrados en los jardines de la cancillería, no pertenecían ni Adolfo Hitler ni su amada esposa Eva Braun, eran los restos de un par de dementes sacados del manicomio de Berlín. El líder Nazi y su esposa, escaparon por el aeropuerto de Tempelhof, en el último vuelo disponible, pues los rusos habían tomado ya el 70% de la capital alemana. Su despegue, fue espectacular, pues lo hizo en medio de una lluvia de balas y tiros de mortero.

Huyó hacia los Alpes Bávaros, lugar todavía seguro y en poder de las fuerzas del Wehrmacht. En un principio, pensó continuar con la lucha; pero pronto se dio cuenta que todo había concluido y que toda resistencia era ya inútil. Delegó plenos poderes al Almirante Karl Döenitz y con esto dio por concluido su función de guía y jefe. Sólo bastaba mirarlo para entender, que era un hombre derrotado, de él se fueron los grandes dotes de orador y líder, ya no tenía los constantes ataques de histeria, hablaba bajamente, paseaba de un lugar a otro cabizbajo y meditabundo, balbuceaba incoherencias, a media voz se le escuchó decir: “Que la guerra se perdió por constantes traiciones y que Alemania había demostrado ser débil y por lo tanto debería desaparecer”.

Estuvo casi un mes por ese frío territorio, luego ese lugar se tornó inseguro. Entonces, decidió por salir a otros rumbos, a dominios del imperio japonés, para luego sin ninguna alternativa viajar al Perú.

En este país, como seguimos relatando. Se estableció cerca de Sunchubamba; un poblado cajamarquino. En un principio, para el führer, le fue desagradable, pero conforme fueron pasando los meses, lo iba aceptando con agrado.

Cuando el führer y sus seguidores llegaron al Perú, vestían de civil, pero ya en las alturas regresaron al uniforme militar. Hitler, lucía siempre impecable, no dejó de lado el brazalete donde estaba simbolizada la cruz esvástica, había bajado considerablemente de peso y seguía recibiendo de su doctor, un tratamiento para rehabilitar su semi paralizado brazo derecho, triste recuerdo de la bomba dejada por el coronel Von Stauffenberg, en el atentado del 20 de julio de 1944. Pronto, “La fortaleza Sunchubamba” -como así la llamaban los campesinos- fue organizada política y militarmente. Los refugiados, aprendieron costumbres de la zona. Primero, empezaron a sembrar papa, instruidos por gente oriunda del lugar. En ningún momento su comportamiento fue reprochable, todo, por el contrario; en lo posible, trataban de ayudar y colaborar con los sunchubambinos. La fortaleza, se tomaba inexpugnable. Vigilaban permanentemente su acceso cuatro fornidos miembros de la SS bien armados, ¿De dónde consiguieron las armas? La fuente tampoco lo supo, pero constantemente un porta tropas del ejército llegaba al lugar con alimentos y otros artículos de primera necesidad. Hitler se instaló en el primero de los dieciséis pabellones, y siempre lo escoltaban como sus fieles miembros de las Juventudes Hitlerianas. Poco se le veía asomarse al patio y cuando se mostraba se ponía al frente para recibir los honores de su tropa. Conversaba muy escasamente, pareciese que sólo esperaba la hora de su muerte, y alguna vez dijo a un miembro de su guardia personal, que asumía su responsabilidad por las atrocidades de la guerra; pero no todo lo que contaban los aliados, era cierto.

«Frank, yo propuse a los aliados un tratado de paz y si ellos hubieran tenido el más mínimo de intenciones y ánimos de negociar, aun todos viviríamos en hermandad. Se lo demostré a los ingleses en las playas de Dunkerque. Tenía a su ejército a mi merced, y hubiera bastado una sola orden mía, para que mis panzer los aniquilen; pero yo no lo quise así; confiaba en arreglar pacíficamente con los británicos; pero de nada sirvió, ellos sólo querían la guerra».

Frank Otto Schonner, fue miembro de las Juventudes Hitlerianas, de tan solo 19 años, integraba la guardia personal de Hitler desde la cancillería en Berlín, dispuesto a entregar su vida a cambio a la de su führer. Fugó con él y el resto del grupo, y estuvo en Sunchubamba hasta la muerte de Hitler, por su carisma y buen ánimo, se ganó la confianza del führer. Hasta que lo hizo su preferido.

«Al año de haber llegado al Perú, y sin ni siquiera habérmelo imaginado, alguna vez. Me convertí en el ayudante incondicional de mi führer, confiaba plenamente en mí; a pesar, del clima hostil que habían creado los que se consideraban con más derechos que yo… a su amistad. No me importó seguir siendo su fiel compañero, él ya no reunía con los jerarcas nacionalistas, ni con los militares; estaba decepcionado de todos ellos, desconfiaba hasta de su sombra».

—Frank.

—¿Sí, Mein führer?

—Soy un hombre acabado, soy un hombre derrotado, escogí seguir viviendo por que la muerte era un premio para mí, lo asumo Frank, lo asumo… Todos estos ratos amargos, todos estos días de recuerdos sumergidos en las sombras de las muertes que causé, consume mi vida.

—Mein führer, no se sienta culpable, si invadimos Polonia, si peleamos contra los británicos, americanos, franceses, rusos, fue por nuestra seguridad, pues como usted dijo, se les propuso a los aliados un acuerdo de paz.

—Mi buen Frank, llevé al mundo a su destrucción, exterminé seres inocentes, llevé a la ruina a mi gran Alemania, definitivamente no hay perdón para mí, a cuantos hogares les amargue su existencia, a cuantos niños les dejé sin padres, a cuántos padres les dejé sin hijos, arrasé con pueblos enteros, la historia me conocerá como el hombre más nefasto de la tierra, como el más odiado, como el más criminal, como el más inhumano; desde que murió mi amada Eva, entendí que lo más preciado de todo ser es la vida y la paz, demasiado tarde Frank, mi destino está escrito, me vestiré de angustia, trataré de pagar mis culpas, aunque sé que no lo haría ni en mil años de existencia. Estoy seguro, que viviré poco tiempo y el tiempo que lo haga miraré hacia atrás, recordando la sangre, dolor y muerte que causé, sólo así buscaré el perdón de la humanidad. Frank, ya no tengo nada que ofrecerte, ya todo a acabado.                                                               

 —Mein führer, a nadie nos impusieron seguirlo, todos los que estamos aquí vinimos por nuestra propia voluntad, queremos verlo como antes, queremos que nos guíe, quizás se cometieron errores, todo el mundo lo hace, los aliados también deben vidas inocentes, Dresde, Hiroshima, Nagasaki, Colonia, y lo que es peor ellos inventaron la bomba para acabar con la humanidad. Toda guerra es cruel Mein führer, yo sé que el tiempo me dará la razón, creo en usted y lo seguiré para siempre, es más, daría mi vida por usted.

—Nada de eso Frank, aquellos campesinos que cruzan el frente de la hacienda, valen más que yo, no los ves cómo sonríen, como van a su trabajo felices porque saben que el dinero que obtendrán se lo llevarán a sus hogares, a pesar de sus pobrezas y limitaciones esta gente ama, ríe, y sobre todo vive en paz, la cuarta parte de uno de ellos vale más que yo.

—Mein führer, no se siga martirizando.

—Lo haré Frank, lo haré.

Había un hecho que estaba del todo claro, y se acerca del paradero de Eva Braun, y se sabía por Frank que ambos, el Führer y ella, llegaron a los Alpes Bávaros; pero repentinamente ella falleció, se comentó acerca de un suicidio, pues a Eva se le veía muy abatida, poco se habló de ello, lo que sí se sabe es que el führer casi enloquece y que más de una vez quiso auto eliminarse, sus seguidores lo detuvieron pues pensaban en seguir la guerra desde allí y que el único conductor para ese propósito era Hitler.

En junio de 1952, algo alteró la tranquilidad de la hacienda, el viejo cocinero Hans Steiner, había muerto, un infarto al corazón cegó su vida. Amigo de todos y enemigo de nadie, se fue el viejo Hans.

Los aislados se habían familiarizado un poco más con la gente del lugar, de los 123 iniciales, nueve murieron por diferentes causas naturales, cuarenta y siete se fueron voluntariamente o establecieron sus hogares en otros lugares, pero todavía existían los incondicionales del führer. Como Frank, que fiel amigo, lo seguía desde muy cerca.

—Mein Führer, hay una dama a dos kilómetros de la hacienda que ofrece sus servicios de cocina, ella sabe de nuestros gustos, pues allí vamos los días de licencia.

—Frank, sabes que en esta hacienda no se aceptan mujeres.

—Mein führer, la gente no se abastece, las tareas agrícolas se han vuelto más exigentes, y ya no hay quien cocine, Günter fugó con una campesina el día de ayer.

—Todos me abandonan Frank, lo hizo Hess, me traicionó Himmler, lo quiso hacer Goering; Günter lo hace con toda la razón del mundo.

—Mein Führer, la dama a la que me refiero, es mi novia, y si no la traigo a la hacienda a trabajar, sus padres la llevaran a la costa, ayúdeme Mein führer, se lo pido de corazón.                                                                                             

—¡Oh mi buen Frank, no sabes el gusto que me da; ve corriendo y tráela, ¡es bienvenida!

Rosa Quiliche, tenía tan sólo 18 años, su edad no fue obstáculo alguno para estar al lado de su amado Frank. El amor a él, fue más grande que el peor de los sacrificios, pero había otra sorpresa. Rosa, estaba de tres meses de embarazo, ni ella misma lo sabía, se convirtió en preferida del médico austriaco Hendric; ya que el control de embarazo, lo llevaba a la perfección.

De las tres paradas militares que hacían a la semana, se redujo a una. En su totalidad, se había dejado el uniforme militar. Hitler, usaba saco y corbata, y a pesar de su edad, lucía canoso y con un buen semblante. Había recuperado peso y su andar era más ligero. Escribía ya con la mano izquierda y tosía constantemente, pues se levantaba muy temprano y caminaba en medio de la humedad serrana. Uno de sus pasatiempos preferido, era: la acuarela, con que pasaba las tardes encerrado en su habitación. Pero los años pasan y pasan y nadie los detiene. Adolf Hitler, uno de los hombres que tuvo gran poder en el mundo, y, que ahora vive sus últimos días en medio de la serranía peruana, era ya un anciano.

Lunes 14 de mayo de 1951, hubo alboroto en la hacienda, una niña acababa de nacer, el fornido Frank y la andina Rosa irradiaban felicidad, es el regalo divino que Dios les dio, al segundo día del nacimiento llevaron a su niña ante el führer. Él se encontraba dormido, ya que una afección estomacal lo había enfermado, con esfuerzo se puso de pie y dijo:

—Mi buen Frank, mi incondicional, mi leal, me das la felicidad que hace años busco y no la encuentro, permíteme alzar esta dulce niña, permíteme besar este ser inocente, cuídala Frank, ámala, ella es el ser más preciado de ustedes, ofrézcanle lo mejor, trabajen mucho para que a ella no le falte nada. Ahora soy yo el que te pide un favor de todo corazón.

—Lo que usted diga Mein führer.

—Dale a este angelito, el nombre de mi amada Eva.

—Así lo haré Mein führer.

Transcurrieron desde el nacimiento tres meses, otros dieciséis refugiados fugaron de la fortaleza, el führer había perdido liderazgo, tampoco le interesaba recuperarlo, pasaba sus días encerrado y cuando salía, lo hacía solamente para ir al pabellón donde vivía Frank y su familia, alzaba a la niña, reía con ella, cuando estaba con ellos se salía de su rígida dieta. Su final estaba cerca.

Domingo 9 de julio de 1953, de los 123 seguidores iniciales del führer, sólo quedaban 31. Hoy no era un día cualquiera, Hitler había muerto y con ello se fue el triste y horroroso ser que alguna vez existió en la humanidad, ocasionando llantos, tristezas, lágrimas, miseria, destrucción y todo lo malo que el peor de las bestias puede dejar a los hogares.

Ese día, se vio por última vez una parada militar, había lágrimas y mucha tristeza entre los presentes, sea lo que hubiera sido, pero para ese grupo de personas, era su líder, era su jefe, era su guía. Esta vez, su cuerpo, si fue incinerado y esparcido por los aires sunchubambinos.

La mayoría de los refugiados que aún permanecían al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, regresaron a Europa. Otros construyeron sus hogares en las serranías peruanas. Frank se convirtió en un próspero comerciante, hasta que, la terrible leucemia, acabó con su vida el año 1977.

El año 1985, conocí a Eva Schonner Quiliche, desde un principio supe, por sus rasgos físicos, que sus antepasados eran extranjeros. Ella me lo confirmó, no sin antes, contarme toda esta historia, real o imaginada; al fin y al cabo, me la contó. También me mostró una foto tomada en 1952, en lo que era la Fortaleza Sunchubamba y en donde están posando, su padre Frank Schonner, junto al hombre más sanguinario de todos los tiempos, Adolf Hitler.


Mauricio Lozano

 

miércoles, 17 de junio de 2020

LAS LUCES DEL PANTEÓN


Durante una moribunda tarde gris de un invierno, funesto y silencioso, en lo cual está entero en mi memoria. Me dirigía en motocicleta junto con uno de mis más allegados primos, al bien apartado cementerio de nuestro solitario pueblo de Casa Grande. Llegamos casi al final de la tarde, donde los pocos rayos de sol se escondían en el horizonte y una triste calma nos esperaba en la entrada de la tierra de los inmortales.

Nuestra llegada, fue anunciada por el ladrido de los dos perros del guardián del panteón, que a lo lejos parecían cansados y algo dormidos; quizás por el trajín del día, o el poco alimento que se les brinda.

Al acercarnos a la entrada de aquel recinto fúnebre. El sonido de nuestros pasos advirtió al custodio a que inmediatamente abra las grandes rejas de negro aspecto y, que, en su interior, nos diera la bienvenida a esa hora de la tarde, la tristeza y sosiego que desde hace muchos años que nos había estado esperando, y aquel cumulo de memorias encontradas entre el silencio de este campo luctuoso. Aparecían, cuando marchábamos, en medio de la calzada principal, de donde a los costados, se divisa la ciudadela de lujosos mausoleos y criptas de la gente más acomodada que espera el día final. Ya avanzando por el pasadizo, un sentimiento pesado se sentía en el lugar, y que ya desde mucho antes nos esperaba dentro del campo santo, aquellos restos de nuestra amada gran madre.

Las tumbas cóncavas y calladas, como si aguantarán la respiración, nos miraban cual ojos de calaveras. Los sepulcros y mausoleos de la entrada, de quienes allí, yacen descansando bajo tierra, y que hace mucho tiempo, fueron los primeros pobladores de nuestra comunidad. Nos daban una sensación, de que el transcurso de los años se había detenido en este lugar, y cuál testigo de la historia mortuoria de la tierra que nos vio nacer, callados, se guardaban en los sepulcros todos sus secretos.

Al entrar en el callejón donde estaba la tumba de aquella nuestra amada abuela, y, que permanecía en sueño eterno dentro de su urna, nos dispusimos en hacer aquello que, con gracia de fieles de su amor de nietos, toda nuestra ceremonia de visita. Dejamos unas rosas en aquel viejo jarrón, para luego hacerle una oración, para el bien de su espíritu en el más allá.    

Después de terminar todo nuestro ritual en honor al descanso inmortal de quien nos amó tanto. Como era de costumbre, dimos un recorrido por los pasillos del predio fúnebre. Ya que, desde muy chicos, nuestros padres, nos llevaban a hacer esta clase de ruta en este sombrío lugar, después de visitar a los seres que nos acompañaron en vida.

Pero en este día, algo extraño aconteció. Un hecho que pondría a prueba, los límites de nuestra creencia en el mas allá.

 Resulta, que cuando nos dispusimos a transitar por la parte antigua de esta necrópolis, nos apartamos uno del otro, distraídos en leer los singulares nombres de los antiguos moradores de nuestro pueblo. Cuando menos me di cuenta, me encontraba solo a pocos metros del ámbito donde se encuentra el cementerio antiguo, y precisamente en esta parte, están ubicados ahí, los sepulcros de los niños y bebés que murieron en esos misteriosos años por razones desconocidas.

 Mucho de esto contaban nuestros abuelos, que, en los tiempos a comienzos de los setentas, los niños y bebés aparecían en sus camas y cunas, muertos, sin razón, sin ningún aparente esclarecimiento de lo sucedido. He de ahí, primero. La explicación de las familias numerosas en el poblado azucarero de Casa Grande; familias de doce a once hijos, sin contar los que fallecieron por lo ya antes mencionado. He de ahí, segundo. Donde se tuvo que apartar un lugar donde todos los infantes estén juntos en perpetuidad, en sus pequeñas tumbas. Aquel campo, se veía olvidado y triste. Y vientos fríos recorrían y golpeaban los vitrales de las tumbas polvorientas y descuidadas. Era notoria la falta de visita de los padres y familiares de aquellas criaturas, que sucumbieron en sus pocos días en la tierra y, sin razón alguna, los llevó la muerte. Y ahora que aquellos inocentes duermen en paz; los desdichados padres -quizás por ya no recordar más esa parte tan dolorosa de su vida-, dejaron de frecuentar las sepulturas de sus bebés. De pronto, en mi recorrido por aquellas tétricas callejuelas, vi una mujer, que arrodillada, lloraba al pie de uno de los nichos y prendiendo una vela y dejándola alumbrada al pie de la tumba, se apartó presurosa. Mi curiosidad, me hizo querer seguir sus pasos. Pero repentinamente, escuche el llamado de mi primo, que, perdido y un poco temeroso, me apresuro en la salida del lugar, antes que nos agarre la total oscuridad de la noche. Al encontrarnos le comenté de lo que acababa de presenciar, y mirándome con los ojos exaltados, tapándose la boca asombrado, me dijo: “Yo también acabo de presenciar lo mismo. Una mujer vestida de luto dejó una vela en uno de los sepulcros”.

Rápidamente salimos, buscando una explicación de lo ocurrido. Cuando en la puerta de entrada, vimos que el guardián nos miraba desde una distancia lejana a las afueras del panteón. Y apresurándonos hasta donde estaba él, y que desde ahí nos gritaba: “Corran que se encenderán las luces”. Nosotros incrédulos fuimos hacia donde estaba él en una loma donde se encontraba la carretera. Al estar junto aquel viejo portero, nos dijo: “Yo a esta hora, siempre parto a mi casa, nadie se queda aquí, solo les pido que no miren atrás cuando se vayan”.

Enseguida el viejo hombre, agarró su bicicleta y partió en veloz carrera, perdiéndose entre la oscuridad de la carretera. Nosotros advertidos por lo que nos había mencionado el guardián, también partimos; pero la curiosidad de mi primo hizo detener la motocicleta, y divisando desde una distancia empinada, a lo lejos la parte del viejo cementerio de los infantes, con asombro divisamos que se prendían todos los nichos secuencialmente con una diminuta luz de vela.

 

Mauricio Lozano