Por la década de 1950, doña Emilia, una
mujer ordenada y hacendosa, acostumbraba regar la calle, todas las noches,
entre las 11 y 30 y 12.00 de la noche. No había noche que no dejara de hacerlo.
Una noche, después de haber terminado su trabajo, y cuando intentaba ingresar a
su casa, ubicada en la entrada a la población de Roma, escucho que alguien
lloraba desesperadamente. Escuchaba nítidamente que el misterioso personaje
expresaba: “¡Hay mis hijos! ¡Hay mis hijos!”. Lo repetía con mucho sentimiento.
El llanto conmovió a doña Emilia. Compadecida, espero junto a la puerta para
prestarle ayuda correspondiente.
El esposo, quien conocía la historia de la
llorona y se hallaba leyendo un libro en la sala, también había escuchado el
llanto de dolor de una mujer. Dejo el libro sobre la mesa y salió corriendo a
la calle. Tomo de un brazo a su esposa y la metió a la casa.
—¡Pasa rápido! Es la llorona. Si te
encuentra te mata —le dijo.
—¿Y quién es la llorona? —le pregunto,
inocentemente, doña Emilia.
—Es una mujer que hace mucho tiempo
asesino a sus hijos, en un lugar de América. Probablemente, arrepentida, sale
todas las noches a buscarlos. No solo deambula por los pueblos del Valle de
Chicama, sino por el mundo entero. Su alma no tiene descanso.
Y, sin pérdida de tiempo, ambos esposos
asomaron la cabeza por la ventana y contemplaron la silueta del extraño
personaje. Iba volando por el aire.
Para doña Emilia fue una experiencia
espeluznante.
Por entonces, las calles de Roma no tenían
la iluminación que existe ahora en ellas.
La llorona salía de vez en cuando del
mundo olvidado, en donde radicaba. Y son muchas las personas que han escuchado
sus lloriqueos, a medianoche.
Doña Blanca, una mujer de ojos vivaces y
nervios de acero, también ha oído llorar a la llorona.
Cuentan que una noche, el llanto despertado
de su pequeño la había despertado. No sabía si por hambre o porque estaba
orinado.
Bajo de la cama. Fue hacia el interruptor
y predio la luz. A esa hora, el reloj de su sala marcaba las doce en punto de
la noche. Reviso al niño y al estar sequito, le dio de mamar. Ya calmado él
bebe, lo recostó, nuevamente, en la cama. Cuando ella iba a hacer lo mismo,
escucho que por la calle alguien lloraba desesperadamente y con mucha angustia.
Blanca sintió un miedo profundo. Con el pánico reflejado en el rostro salió a
la calle para averiguar de quien se trataba. Ella vivía en la calle Trujillo de
la hacienda Casa Grande.
Al pisar la calle, noto que existía un
absoluto silencio. Por ningún lado aparecía alma alguna. Además, se hallaba
abrazada de la oscuridad, pues, por entonces, 1950, no tenía luz pública.
Como no encontró nada, entro a su casa y
se dirigió, nuevamente, a su cama para seguir durmiendo. En el momento que
intento cerrar los ojos, volvió a escuchar el llanto de una mujer. Pero, esta
vez, más lejos.
Después dejo de escucharse un buen rato.
Minutos más tarde volvió a oírse el
lloriqueo. Pero, en ese momento, un estruendoso ruido estremeció todo el
barrio, que apago la voz chillona.
Doña Blanca nunca supo que produjo el
estruendoso ruido. Pero si estuvo completamente segura que el personaje que
lloraba era la llorona, aquella mujer que divaga por todo el orbe buscando a
sus hijos.
Luis Chuquipoma Muñoz
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