Era nuestro primer día de trabajo en la
fábrica de azúcar de Casa Grande, y en la sección donde nos tocaba desempeñar
nuestra labor, el ingeniero derivo a un grupo de nosotros a el turno de la
noche, entre las 8:00 p.m. y 4:00 a.m. del día siguiente. Para todos lo de mi
cuadrilla de caldereros, era lógico que no teníamos problemas en trabajar a esa
hora. Todos, excepto uno de este grupo. Teníamos experiencia en grandes plantas
de la puna peruana, donde la temperatura baja considerablemente, hasta
enfriarte los huesos. Incluso, había dentro de nosotros, alguien que había
tenido experiencias paranormales en los grandes socavones de las mineras de la
sierra peruana.
En mi cuadrilla, había un cortador, dos
soladores y tres amadores. Yo dentro del grupo hacía de armador. A excepción de
aquel que trabajo en mina, nadie había tenido nunca alguna experiencia insólita
en toda su vida. Pese a que todos nosotros somos de los distintos pueblos de
este valle liberteño, donde lo mágico e ilusorio, convive con la realidad,
desde tiempos inmemoriales.
Aquella primera noche, todos estábamos
listos para nuestra faena. Entramos ilusionados por empezar a desempeñarnos en
esta gran fábrica, donde nuestros padres y abuelos, pisaron también en años
anteriores estas instalaciones, y, tuvieron la dicha de llevar el pan a sus
casas, producto de su sacrificada labor, que merece ser digna de orgullo. Ahora
nosotros, con nuestros diferentes oficios, también ocuparemos un lugar y
dejaremos nuestro sudor y esfuerzo en esta patria de miel de caña. Desde el
primer momento en que entramos a la empresa Casa Grande, se puede trascender
ese olor a melao. Y dentro, observas la maravilla de su infraestructura y de
todas las maquinarias que son el orgullo de esta fábrica y de los pobladores de
Casa Grande.
Esta dulce tierra, años atrás la
fundaron alemanes. Quienes, de una fuerte mentalidad para el trabajo duro,
disciplina y sacrificio. Muchos dejaron su tierra, para instalarse aquí y
construir a base de sudor, esta gigantesca planta productora de azúcar. Que
incluso fue una de las primeras en toda Latinoamérica. Para los casagrandinos,
ellos, dejaron un legado de su cultura, que incluso se puede observar en las
casas de la urbe de este pueblo de miel de caña. Muchas construcciones, dignas
representaciones de edificios de su tierra natal, se pueden observar aún. Y la
gran fama también, de la personalidad de su gente, tanto mental como física.
Después de la reforma agraria, cambió
todo para ellos. Muchos regresaron por mandato presidencia de aquellos años;
pero algunos llegaron para quedarse eternamente. Y en esta monstruosa industria
de aquel insumo dulce. Hay uno que camina aun en las noches, dentro de sus
instalaciones, que se ha impregnado por las paredes, pasadizos y oficinas, como
un recuerdo vivo de su gente.
La noche avanzó para nosotros, entre el
ruido de las chimeneas, el aire dulce y el sonido de las maquinarias a vapor.
Estábamos montando y armando unas tuberías para un caldero nuevo. Cada uno de
nosotros, tenía una tarea para realizar dentro de nuestro oficio de caldereros.
Algunos de nosotros, nunca habíamos escuchado sobre presencias extrañas, era
nuestro primer día. Y todo parecía caminar de la mejor manera. Solo nosotros
estábamos en esa sección esta noche, que quedará como una experiencia única en
nuestra memoria.
Alejandro, mi compañero armador.
Después de salir en busca del baño lejos del perímetro donde estamos
trabajando. Notamos su ausencia que, en el principio, por comentarios
satíricos, pasamos un breve momento de risas. Pero el tiempo pasaba
incómodamente. Hasta que uno de nosotros, fue en su búsqueda. Muchos de los
pasadizos, estaban oscuros, pero pese a eso. Edgar uno de los soldadores se
animó a ir por él y averiguar que lo que le había pasado. El tiempo comenzó a
transcurrir considerablemente, sin noticias de ellos. Así que comenzamos a
sospechar de otras cosas que tal vez les había pasado. Y dejando todo fuimos en
la búsqueda de nuestros camaradas para poder seguir trabajando con la obra.
Ruperto, uno de los soladores sacó una
linterna de bolsillo que llevaba siempre. Nos adentramos por aquel pasadizo que
une al departamento de calderos con la planta, donde ahí se da fin al proceso
del azúcar y donde también es más profundo el olor de miel de caña. Lejos se escuchaban
las turbinas de los trapiches y algunas maquinarias que quedan funcionando casi
todo el día. En los diferentes departamentos de la fábrica, quedan deambulando
algunos jefes, supervisando las maquinarias en algunas noches. Pero casi
siempre, toda la planta queda en pare y libre de personal.
Al atravesar el pasadizo algo llamó
nuestra atención. Rastros de pisadas en el suelo. De cenizas, que nos llevaban
hacia el departamento de la planta eléctrica, donde yacen las turbinas
generadoras, que desde tiempos muy antiguos están ahí como vestigios vivos de
los años gloriosos de Casa Grande. Al penetrar aquel recinto, las pisadas nos
llevaron a una escalera que llevaba a un sótano de este departamento. Una vieja
puerta de fierro entreabierta nos invita a entrar, alumbrados con la poca luz
de aquella linterna. Al primer momento pudimos escuchar, extraños sonidos como
de gente sollozando, como si dentro alguien estuviese teniendo una pesadilla.
Desde un oscuro rincón alumbramos a dos personas que parados dando la espalda a
la puerta, nos dieron una tremenda impresión.
—¡Alejandro! ¡Edgar! ¡Somos nosotros!…
—gritó Ruperto—, ¿son ustedes? —pregunto.
El llanto de los dos se intensifico más
al escuchar nuestras voces. Rápidamente nos acercamos para poder saber que les
había pasado. Y nos dimos cuenta que uno de ellos botaba babas y unas palabras
salían desde el fondo de su voz.
—El gringo… el gringo de la fábrica
—dijo Alejandro, con un miedo que nos helo la sangre a todos.
—Pero que cosas dices… ¡Reacciona
hombre! —suscitó Ruperto—. Miguel, enciende un cigarro y dale para que se
tranquilice…
Mientras tratábamos de reactivar la
condición mental de Alejandro. Edgar cayó al piso, y comenzó a convulsionar.
Sus nervios y su mente habían tenido una gran conmoción, sobre algo que
seguramente vio que no era de este mundo.
Luego de un breve momento de poder
restablecer la salud mental de Alejandro, con ayuda de algo de agua y
soplándole el humo del cigarro. Ya un poco más reanimado, él nos contó lo
siguiente…
—Yo venía desde el baño para poder
seguir con el trabajo. Pero luego extraños susurros de un idioma extranjero,
pude oír que salían de entre las paredes de ese pasadizo. De repente algo desde
muy lejos noté que venía hacia mí. Un hombre alto, me daba el encuentro. Al primer
momento pensé que era uno de los ingenieros que se había quedado hasta tarde.
Pero un gran peso pude sentir. La sangre se me helo y mi cuerpo se comenzó a
paralizar. Aquello hizo que mis pasos se vuelvan más pesados. Mi cuerpo se
comenzó a escarapelar. El miedo y el terror se apoderó de todo mi ser, cuando
lo pude ver a poca distancia de mí. Una gran presencia, que me miraba con sus
ojos de un azul profundo me hizo entender lo que era. Al instante que lo vi en
mi delante desapareció. Al momento de terminar de ver esto, mi corazón me
comenzó a palpitar muy fuerte y camine tambaleante, con la vista que poco a
poco se me apagaba. Hasta sin nada más, que, caer al frío piso. Al momento
desperté en esta habitación. Al desadormecer estaba aquí junto a mí, Edgar, que
también lo pude observar muerto de miedo que repetía llorando: “El gringo… el
gringo… el gringo de la fábrica. Yo lo pude… ver… nos… va llevar… el gringo…”.
Luego al girar mi cabeza hacia la puerta, lo pude observar que estaba parado
ahí en la puerta, hasta que vimos la luz de la lámpara de ustedes que ingresaba
como nuestra salvación.
Mientras contaba esto Alejandro. Miguel
el otro soldador, reanimaba a Edgar que de una forma violenta volvió en sí.
—¡El gringo! ¡Corran nos va a llevar!
¡Corre Alejandro! —grito Edgar con una voz que nos estremeció.
—¡Cálmate Edgar somos nosotros! —le
dijo Miguel, agarrándole el rostro. Hasta que volviera a la realidad.
Ya con su estado emocional
restablecido. Comentó esto Edgar…
—Encontré a Alejandro, tumbado en el
suelo y lo levanté para poder llevarlo con nosotros. Pero de repente al voltear
lo pude ver… lo vi… les aseguro que lo vi… —dijo llorando esto Edgar
quebrándose por completo.
—Cálmate compañero… cálmate ya nos
vamos a ir de este lugar… —le dijo Miguel ofreciéndole un cigarrillo y un poco
de agua a Edgar.
Luego de que nos contaran los
aterrorizados muchachos esta historia. Solo esperamos a que llegue la hora del
término de nuestro día. En casi todo el resto del tiempo que quedaba para poder
ir a nuestras casas, ya no pudimos hacer nada más de la obra, solo permanecimos
juntos. Ya no quisimos pasar por aquel lugar por el miedo que nos produjo todo
este evento tan terrorífico. Y fuimos en búsqueda de otra puerta de salida de
la fábrica. Al llegar a pocos metros del portón trasero. Lo pudimos ver todos,
ahí estaba el gringo que desde lejos nos veía desde el alto de una oficina, de
la planta. Quisimos relatar esto al vigilante, pero no lo hicimos. Salimos como
si no nos hubiera ocurrido nada. Pero al marchar nos topamos con un recio
hombre de la sección de tractores que ingresaba a la fábrica para iniciar su
faena, y fue quien, divisando el pálido rostro de Edgar, noto sobre el hecho.
—¡Buen día Jóvenes!
—¡Buenos días maestro! —dijimos todos
al unísono.
—Noto que su amigo se encuentra muy
mal… se le ve el rostro blanco… ¿Les paso algo ahí dentro?
—¡Así es señor!... tuvimos un extraño
encuentro… —dijo Ruperto.
—Seguramente vieron al gringo Kassel…
—dijo el recio hombre mirándonos a todos botando el humo de su cigarro Inca.
—Así es, ¿cómo lo supo? —pregunto
Ruperto.
—El gringo Kassel, siempre cuida las
instalaciones, y más de gente desconocida. Él quiso mucho esta fábrica. Él fue
uno de los últimos alemanes que vivieron aquí y, que se enamoraron de esta
dulce tierra. Pero tengan cuidado, que el gringo no se le aparece a cualquier
persona. Solo a la gente de espíritu débil. Algunos lo han pasado muy mal por
haberlo visto, tuvieron que pasar muchos días para que se recuperen totalmente.
Yo ahora que lo veo a su amigo. Les recomendaría que lo lleven a algún
curandero, ellos son muy buenos en estas cosas —dijo aquel hombre tirando las
cenizas al suelo de su cigarro Inca.
—Muchas gracias maestro por la
recomendación… Tendremos en cuenta todo esto —dijo Ruperto.
—De nada jóvenes, que les valla bien.
—Que tenga buen día también maestro...
Al despedirnos de aquel hombre, nos
hizo entender más sobre este inusitado evento. Esa madrugada, mientras marchamos
camino al paradero para tomar rumbo a nuestras casas, escuchando remotamente el
canto de los gallos, quedamos en que nunca más volveríamos a pisar esta vieja empresa,
sin antes rendir respetos a la existencia del gringo. Por eso, en las noches
siempre caminen por la fábrica con el espíritu altivo, no vaya que se les pueda
presentar el gringo.
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