miércoles, 3 de abril de 2019

LA CIUDAD DE LOS INMORTALES


Antes la población de a Casa Grande carecía de cementerio. El peón o los familiares de este, que morían, eran metidos en una fosa común e incinerados. Se desconoce el lugar exacto en donde, generalmente, se hacían los pozos que, probablemente, tenían largo, ancho y profundidad, o sea, medidas establecidas.
Recuerdo que, siendo aún muy niño, mis padres me hablaban de un lugar llamado La Flor y que allí enterraban a los muertos, posteriormente. Pero, nunca lo conocí.
Yo sólo conozco al actual panteón, edificado, más o menos en 1927, y estimo que haya sido por ese año; porque después de observar en un recorrido, uno por uno los nichos de adobe de los largos pabellones, esa es la fecha más antigua. Amén de las tumbas hechas en el suelo.
En el cementerio de Casa Grande, dividido en dos partes, uno antiguo y uno moderno, hay una sensación de humanidad. Una sensación de orden, más no de limpieza; sin embargo, constituyen las primeras ciudades de los inmortales, dueños de un mundo en donde reina la paz y la tranquilidad. El primer reino santo se llenó de huéspedes en 1949, viéndose obligada la hacienda a construir otro, con habitaciones y pabellones de material noble, a partir de 1950.
El cementerio o panteón abre los brazos a todo el mundo, sin discriminación de ninguna clase. Son admitidos, sin ningún tipo de postulación: negro, chino, blanco, chico, grande, feos, bonitos, jóvenes, adultos, ancianos y niños, tanto hombres como mujeres. Cada quien llega a la eterna morada en un cajón de madera, bien de buena o regular calidad. Son traídos por sus familiares, amigos y vecinos, expresando un rostro pálido y compungido. Mejor dicho, manifestando una evidente expresión de dolor.
La ciudad de los inmortales es el sitio a donde tenemos que ir a vivir algún día, dejando a nuestros seres queridos sumidos en pensamientos melancólicos y de dolor; porque nunca jamás nos volverán a ver. Enclaustrados en nuestra última morada, disfrutaremos de un sueño profundo y eterno.
Ir al cementerio no es, solamente, para lamentarnos de la desaparición de nuestros seres queridos. No es, solamente, para recordad las virtudes del difunto. No es, solamente, acudir a dejarle un ramo de flores o una corona y derramar lágrimas en la tumba del ser querido. No es, solamente, acudir por ser buen padre, buena esposa, buen hijo o buena madre. Si no que debemos preocuparnos por vestirla de los arboles ornamentales, de verde, de gramado, etc., Como lo expresan los cementerios de las grandes ciudades.
Y, aunque el lector no lo crea, el cementerio de Casa Grande cobija a alemanes, chinos y japoneses, quienes llegaron a estas benditas tierras con la intención de armar un baúl de dicha y esperanza, a base de su esfuerzo y sacrificio; pero el destino los traicionó.
Lamentablemente, la ciudad de los inmortales, en la actualidad, se halla olvidada y desprestigiada. No sé si llamarlo Campo Santo o Cementerio o, simplemente, muladar, panteón en ruinas o ciudad bombardeada por una supuesta guerra, en que a los inmortales les ha tocado perder.
El cementerio se viste de gala todos los años, el dos de noviembre. Ese día, la gente acude a coronar a sus difuntos. Unos les llevan ramos de flores naturales; otros, coronas de papel. Tanto el interior como el exterior, parecen una feria andina; más la parte externa que se ve invadida de todos, en donde los propietarios venden comida, tamales, gaseosas; inclusive, chicha blanca, algodón de azúcar, velas y una infinidad de cosas. Mientras tanto, los vehículos y las motos-taxis hacen sonar sus cláxones, anunciando su salida con dirección a Casa Grande.
El ruido es infernal, pero la gente discurre de un lado para otro; ignorando todo cuan do le rodea, tratando de disfrutar lo que le apetece, después de demostrar que eran modelos de esposos, de esposas, de hermanos.
Allí está el cementerio de Casa Grande, robándole espacio al campo Colupe. Sea cual fuere su condición o estado, en él reina el silencio de las tumbas, atrofiado por el sutil ruido que hace el chisporroteo de algunas velas, que iluminan ciertos nichos o las ramas de los escasos cipreses y palmeras que permanecen desde sus inicios, parados como soldados en guardia, velando por el eterno de sus ocupantes.

Luis Chuquipoma Muñoz

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