Durante una moribunda tarde
gris de un invierno, funesto y silencioso, en lo cual está entero en mi memoria.
Me dirigía en motocicleta junto con uno de mis más allegados primos, al bien
apartado cementerio de nuestro solitario pueblo de Casa Grande. Llegamos casi
al final de la tarde, donde los pocos rayos de sol se escondían en el horizonte
y una triste calma nos esperaba en la entrada de la tierra de los inmortales.
Nuestra llegada, fue
anunciada por el ladrido de los dos perros del guardián del panteón, que a lo
lejos parecían cansados y algo dormidos; quizás por el trajín del día, o el
poco alimento que se les brinda.
Al acercarnos a la entrada
de aquel recinto fúnebre. El sonido de nuestros pasos advirtió al custodio a
que inmediatamente abra las grandes rejas de negro aspecto y, que, en su
interior, nos diera la bienvenida a esa hora de la tarde, la tristeza y sosiego
que desde hace muchos años que nos había estado esperando, y aquel cumulo de
memorias encontradas entre el silencio de este campo luctuoso. Aparecían,
cuando marchábamos, en medio de la calzada principal, de donde a los costados,
se divisa la ciudadela de lujosos mausoleos y criptas de la gente más acomodada
que espera el día final. Ya avanzando por el pasadizo, un sentimiento pesado se
sentía en el lugar, y que ya desde mucho antes nos esperaba dentro del
campo santo, aquellos restos de nuestra amada gran madre.
Las tumbas cóncavas y
calladas, como si aguantarán la respiración, nos miraban cual ojos de calaveras.
Los sepulcros y mausoleos de la entrada, de quienes allí, yacen descansando
bajo tierra, y que hace mucho tiempo, fueron los primeros pobladores de nuestra
comunidad. Nos daban una sensación, de que el transcurso de los años se había
detenido en este lugar, y cuál testigo de la historia mortuoria de la tierra
que nos vio nacer, callados, se guardaban en los sepulcros todos sus secretos.
Al entrar en el callejón
donde estaba la tumba de aquella nuestra amada abuela, y, que permanecía en
sueño eterno dentro de su urna, nos dispusimos en hacer aquello que, con gracia
de fieles de su amor de nietos, toda nuestra ceremonia de visita. Dejamos unas
rosas en aquel viejo jarrón, para luego hacerle una oración, para el bien de su
espíritu en el más allá.
Después de terminar todo
nuestro ritual en honor al descanso inmortal de quien nos amó tanto. Como era
de costumbre, dimos un recorrido por los pasillos del predio fúnebre. Ya que,
desde muy chicos, nuestros padres, nos llevaban a hacer esta clase de ruta en
este sombrío lugar, después de visitar a los seres que nos acompañaron en vida.
Pero en este día, algo
extraño aconteció. Un hecho que pondría a prueba, los límites de nuestra
creencia en el mas allá.
Resulta, que cuando nos dispusimos a transitar
por la parte antigua de esta necrópolis, nos apartamos uno del otro, distraídos
en leer los singulares nombres de los antiguos moradores de nuestro pueblo.
Cuando menos me di cuenta, me encontraba solo a pocos metros del ámbito donde
se encuentra el cementerio antiguo, y precisamente en esta parte, están
ubicados ahí, los sepulcros de los niños y bebés que murieron en esos
misteriosos años por razones desconocidas.
Mucho de esto
contaban nuestros abuelos, que, en los tiempos a comienzos de los setentas, los
niños y bebés aparecían en sus camas y cunas, muertos, sin razón, sin ningún
aparente esclarecimiento de lo sucedido. He de ahí, primero. La explicación de
las familias numerosas en el poblado azucarero de Casa Grande; familias de doce
a once hijos, sin contar los que fallecieron por lo ya antes mencionado. He de
ahí, segundo. Donde se tuvo que apartar un lugar donde todos los infantes estén
juntos en perpetuidad, en sus pequeñas tumbas. Aquel campo, se veía olvidado y
triste. Y vientos fríos recorrían y golpeaban los vitrales de las tumbas polvorientas
y descuidadas. Era notoria la falta de visita de los padres y familiares de
aquellas criaturas, que sucumbieron en sus pocos días en la tierra y, sin razón
alguna, los llevó la muerte. Y ahora que aquellos inocentes duermen en paz; los
desdichados padres -quizás por ya no recordar más esa parte tan dolorosa de su
vida-, dejaron de frecuentar las sepulturas de sus bebés. De pronto, en mi
recorrido por aquellas tétricas callejuelas, vi una mujer, que arrodillada,
lloraba al pie de uno de los nichos y prendiendo una vela y dejándola alumbrada
al pie de la tumba, se apartó presurosa. Mi curiosidad, me hizo querer seguir
sus pasos. Pero repentinamente, escuche el llamado de mi primo, que, perdido y
un poco temeroso, me apresuro en la salida del lugar, antes que nos agarre la
total oscuridad de la noche. Al encontrarnos le comenté de lo que acababa de
presenciar, y mirándome con los ojos exaltados, tapándose la boca asombrado, me
dijo: “Yo también acabo de presenciar lo mismo. Una mujer vestida de luto dejó
una vela en uno de los sepulcros”.
Rápidamente salimos,
buscando una explicación de lo ocurrido. Cuando en la puerta de entrada, vimos
que el guardián nos miraba desde una distancia lejana a las afueras del
panteón. Y apresurándonos hasta donde estaba él, y que desde ahí nos gritaba:
“Corran que se encenderán las luces”. Nosotros incrédulos fuimos hacia donde
estaba él en una loma donde se encontraba la carretera. Al estar junto aquel
viejo portero, nos dijo: “Yo a esta hora, siempre parto a mi casa, nadie se
queda aquí, solo les pido que no miren atrás cuando se vayan”.
Enseguida el viejo
hombre, agarró su bicicleta y partió en veloz carrera, perdiéndose entre la
oscuridad de la carretera. Nosotros advertidos por lo que nos había mencionado
el guardián, también partimos; pero la curiosidad de mi primo hizo detener la
motocicleta, y divisando desde una distancia empinada, a lo lejos la parte del
viejo cementerio de los infantes, con asombro divisamos que se prendían todos los
nichos secuencialmente con una diminuta luz de vela.
Mauricio Lozano
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