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jueves, 8 de noviembre de 2018

LAS CUATRO MARÍAS


La noche del 25 de octubre de 1950, una noticia revolucionó el apacible pueblo de Paiján: “Marina Mendoza, esposa de Julio Tapia, dio a luz, cuatro hermosas niñas a las que bautizó con los nombres de María Rosa, María Julia, María Elena y María Margarita. Nacieron de parto normal y, como se decía en la época, “De puro macho”, sin cesárea, pero con la atención de una reconocida partera de la zona: doña Asunción Grados.
Marina tenía 25 años y, al igual que toda muchacha provinciana de entonces, dedicaba sus cuidados a su esposo y su pequeño rancho. Nunca pensó que tras la primera criatura saldría otra... y otra... y otra. “Me cogía el vientre para ver si había algún bebé más; luego de la cuarta, me desmayé”, recuerda medio siglo después.
Como no podía ser de otra manera, se armó gran jarana en el pueblo. A igual que si fuera la fiesta patronal. Pronto, la noticia llegó a Lima y los directivos de un canal de televisión las trajeron a la capital para redondear la información. Hasta el cómico Tulio Loza se prestó para apadrinarlas en público. Julio Tapia encontró trabajo como cartero en Lima y se quedaron para probar suerte. Lamentablemente, al poco tiempo moriría atropellado dejando a Marina sola y a cargo de las cuatro pequeñas. Pese a todo, se abrió paso como lavandera y hoy en día se engríe con sus nietos y bisnietos, quienes alegran su vida.


Anónimo


miércoles, 27 de enero de 2016

EL CERDO DE ORO

Naturaleza encantada se vivía en el Valle de Chicama hace muchos años. Este relato nos lleva muy atrás en el tiempo, donde antiguamente en el poblado de Paiján, no existía la luz eléctrica y a partir de las seis de la tarde, toda persona que pasebaa por la penumbra  a esas horas, era de costumbre que se cruzase con algunos seres salidos de las más terroríficas pesadillas.  
En aquellos años, los pobladores  se las  ingeniaban para alumbrar sus hogares con luz de lámparas, velas, faros, mechas de kerosene y cuanta luz incandescente puedan crear con algún combustible y fuego para poder así ahuyentar a aquellos espíritus atormentados por las desdicha de haber muerto en malos actos de horror humano.


Las seis de tarde, es la hora de todas la criaturas de la noche en esos días.  A esta hora nadie podía salir más allá después que la luz del sol llegaba a ocultarse y nadie podía pasear sin luz en las calles, porque podía encontrarse por el camino, con alguna ánima o condenado de origen maligno, por las oscuras calles de esta ciudad.


Los hombres dueños de casa, salían por necesidad laboral hasta horas muy altas de la noche, y siempre muy acompañados de cuanto amuleto o brebaje a base de cañazo y algún otro insumo que ayudaba a contrarrestar el frío de la medianoche, y también el susto de la mala hora.  Aquellas personas se enfrentaban a cuanta entidad maligna que se les presentaba. Salían a regar sus campos en las noches, salían a resguardar sus animales entre las luces de la luna y las estrellas. Siempre con algún faro y bien acompañados por su perros guardianes.


Pero un día sucede que unos campesinos que llevaban un grupo de vacas por una calle de bajada que se dirige a la parte central del pueblo. Vieron por uno de los puentes, un cerdo muy enorme que estaba avanzado con su crías y se dirigía  a la plaza principal de esta urbe. Aquellos campesinos optaron por seguirlos apresuradamente, dando latigazos a sus vacas para que también apuren su paso y avanzar tras los pasos del cerdo y sus cerditos. Cuando ya estando ellos en la plaza principal, vieron que aquellos animales se sumergían en la pileta que ahí estaba antiguamente, y mientras se hundían en las aguas de aquella pileta, su piel se tornaba de un color dorado, desapareciendo aquella bestia y sus crías entre las aguas sin dejar ningún rastro ni huella. Alarmados por lo que acababan de presenciar sus ojos aquellos pobladores, avisaron a todos los vecinos que vivían en las casas que rodeaban la plaza.


Uno de los pobladores ya muy anciano, contó a los campesino, que lo que acababan de presenciar sus ojos; fue ni nada más ni nada menos que el encantamiento de un tesoro que fue enterrado ahí debajo de la plaza principal ya hace muchos años por los antiguos moradores de Paiján, y que los cerdos señalaban de vez en cuando la ubicación exacta del tesoro, cuando la luna está llena  y  el día había muerto con el canto de una gallareta en algún lejano lagunar muy cerca del mar del Malabrigo.


Mauricio Lozano

martes, 3 de noviembre de 2015

EL POZO DE DON JUAN





Don Juan, un paijanero que se dedicaba a la extracción de objetos antiguos que se guardan celosamente en las huacas dejadas en el tiempo por las tribus antecesoras al imperio incaico. Y donde eran en otro tiempo, asentamientos o templos  que pertenecían  antiguamente a los pobladores del Valle de Chicama. Siempre andaba tras aquellos  lugares en busca de piezas de oro y donde podría haber objetos de gran valor, y siempre profanando aquellos yacimientos, con su compañía de trabajadores adoradores también de aquellas piezas de oro o de algún otro material altamente cotizado por los historiadores del Perú antiguo.


Aquel huaquero, había escuchado de un extraño suceso que diariamente acontece en un lugar denominado como “Cerro Campana”. Un extraño evento suscita al final de la tarde, justamente en el ocaso en ese lugar. Muchos que transitaban el lugar a esas horas, divisaban un gran objeto dorado que salía desde los cimientos de aquel cerro y que cuando aquellos transeúntes iban tras aquel tan valioso tesoro. Simplemente se desvanecía cuando ya casi lo tenían en la mira, muy cerca de ellos.


Pero un día, aquel aventurero hombre (don juan), realiza una expedición hacia el Cerro Campana, ya que algunos de sus camaradas de excavación, le advierte de un posible lugar donde aquel objeto tan preciado, podría estar oculto, y que solo el ocaso dejaba ver por el resplandor de los últimos rayos de sol. Don Juan, decidido, emprender rumbo con todos sus materiales de trabajo y sus hombres, para poder por fin, apoderarse de aquel mítico objeto que tenía la forma justamente de una Campana, y había acabado incluso, con la codicia de algunos hombres que lo quisieron, dejándolos inmersos en una locura mortal por su posesión.


Llegó el día y todo estaba listo. Llegaron al pie del cerro y un torbellino de arena les dio la bienvenida. Subieron un tramo, se colocaron en un lugar para poder esperar el ocaso y divisar aquel adorado objeto. Don juan, preparó todo para cuando llegue esa hora, y excavar lo más rápido que puedan antes que la noche caiga y sea más difícil su búsqueda.


De repente, mágicamente, divisan al objeto que salía desde los cimientos del cerro, y atónitos se quedaron mirando los excavadores, incluido Don Juan que sacudiéndose la cabeza para despertar de su asombro, da marcha a la operación de ir por el valioso tesoro. Rápidamente sus obreros, con palas y picos van donde vieron salir al gran dorado artefacto, que al parecer moría  junto con el ocaso.


Excavaron lo más rápido que pudieron, pero no llegaban a hallar el valioso botín. Ya muy cansados por el trajín de cavar y cavar sin encontrar nada, ya recorrido varios metros de profundidad. Pararon su trabajo, dejándolos muy exhaustos y con la noche encima. Don Juan rendido también por la búsqueda de su obsesionado tesoro, para y emprende su regreso a su poblado, con todo lo que había traído consigo. Dejando únicamente en aquel cerro, un gran foso que hasta ahora lleva su nombre: “ El pozo de Don Juan”.

Mauricio Lozano

miércoles, 14 de octubre de 2015

EL CALLEJON DEL DIABLO



En Paijan no hace mucho tiempo existía un callejón que conectaba al pueblo con las chacras, y se cuenta que eventos muy extraños sucedían en ese lugar durante el ocaso, para ser más exacto, a las seis de la tarde, cuando el sol se empequeñece y da paso a la noche.


Los transeúntes que repentinamente llegaba al callejon a esa hora, corría muy aparatosamente, divisando al sol que se ocultaba y  el miedo que los abrazaba por quedar en medio de la oscuridad, atravesando el callejón. Y muchas veces vociferando en su recorrido a esa hora, con la frase: “Corran, que a las seis de la tarde, a aquí sale el Diablo”.


Desde mucho tiempo, eso se veía todos los días por aquel lugar, a esa hora, y nadie se atrevía a quedarse en ese sitio por el temor que se había difundido en toda la población, acerca de la aparición del demonio, en aquel callejón. Muchos decían que habían sido sorprendidos por el príncipe de las tinieblas, ahí en ese mismo lugar, ahí a las seis de la tarde exactamente, su hora favorita  de presentarse ante los incautos transeúntes.


Un día, uno de los pobladores que marchaba a su hogar y justamente tenía que pasar por ahí, por aquel pasaje. Quiso desafiar a aquel demonio que se atrevía a espantar  a aquellos que transitaban dicha travesía. Para eso antes, fue por algo de vino a una pequeña tienda que quedaba en medio de su camino habitual antes de llegar al callejón. Este hombre era uno de aquellos que poco miedo pasaba ante cualquier cosa que se le presentase, y siempre iba armado con su escopeta en el hombro.


Antes de pasar por el callejón, espero al sol que este en el punto exacto donde se decía que la presencia del demonio se manifiesta para hacer sus maldades en aquella callejuela. Bebió el vino que había comprado, y ya estando en medio del callejón con las tiemblas que lo rodeaban; de repente apareció algo delante de él. Eran un espectro que desde la poca distancia en que él estaba, lo divisaba muy alto y totalmente de negro, que a primera vista sintió que el corazón que se le quebraba y la piel se le erizaba, pero estaba tan bebido que no hizo mayor caso a su conmocionado cuerpo, y solo con su atontada y atrevida mente, se atrevió a encarar a aquel espantoso y diabólico ente.


De repente muy temerario por efectos del alcohol, aquel bebido hombre apuntando directamente a aquel demonio con su escopeta, dio un tiro al aire y de las tinieblas se escuchó una voz.


— ¡No dispare!
— ¿No eres un demonio? —dijo el borracho.
— ¡No señor, solo soy un campesino que le gusta hacer bromas a la gente!
— ¡No me gustan las bromas, y más de ese tipo, así que márchate y nunca más vuelvas por aquí a estas horas! —dijo el ebrio hombre con su aguardentosa voz.
— ¡Está bien, pero déjeme vivir, no me dispare… por favor!
— ¡Sí, vete, lárgate de aquí!—le dijo el bebido hombre, apuntándole con su escopeta.


Aquel demonio que  se aparecía al transeúnte del callejón, no era ni nada más y nada menos, que un campesino que les jugaba bromas a los pasaban a esas horas, vestido completamente de negro. Y así espantaba a la gente con esa vestimenta, para que los sorprendidos dejaran sus cosas por el susto de ver frente a ellos al mismísimo Diablo. Pero que desde ese día que se encontró con aquel alcoholizado hombre, nunca más volvió hacer sus fechorías, ni espantar a la gente con su mal intencionado disfraz.

Mauricio Lozano

domingo, 27 de septiembre de 2015

LOS DUENDES DEL CEREZO

En Paijan, hace muchos años. La gente que se dedicaba al rubro de la agricultura, experimentaba en sus travesías por sus extensos campos. Situaciones relacionados con eventos misteriosos, que difícilmente tienen una comprensión coherente hasta ahora de lo que pudo haber ocurrido. Ellos, cuando recorrían sus campos en afán de mantener el terreno en buen estado. Siempre eran sorprendidos en medio de la noche y en algunos casos la conmoción por el encuentro con lo desconocido era tan intenso, que el individuo quedaba incapacitado mentalmente por un corto periodo.


Es de costumbre que el agua para regar las enormes hectáreas de tierra, es turnada por una asociación encargada de la administración de los pasos del agua en horas establecidas de mayor caudal.


Aquellas faenas de riego, son muchas veces aleatorias y no tienen un horario fijo y a veces suelen darse en altas horas de la noche y también en horas de la madrugada. Donde ocurre un sin número de situaciones allegadas a actividad paranormal.


Este relato es uno más de aquellos que nos envuelven en la magia de este gran valle, y este caso, particularmente,  fue muy difundido por los pobladores de Paijan; ya que es uno de los tantos de esta hermosa tierra, tierra de leyendas, tierra de caballos de paso y las cuatro Marías.


Cuenta un poblador muy anciano esta historia…


Una fría noche de un  mes de octubre, después cenar. Don Carmelo, un hombre que vivía felizmente en una finca, que por sobrenombre tenía el del “Cerezo”.
Iba como de costumbre tan solo con su linterna en mano y su palana, a un lugar de sus tierras donde él había sembrado  hace mucho tiempo unos pequeños árboles de cerezo.
Espero toda la noche al encargado de hacer el respectivo paso de agua para sus tierras, en una pequeña choza que él había pre-fabricado para pernoctar su noches de riego.


La luna brillaba con gran resplandor en la noche, y las lechuzas dan sus gritos habituales en la penumbra. Don Carmelo daba sus recorridos con sus linternas por sus árboles de cerezo, abriendo las acequias de yerbas malas y cuanto escombro natural interrumpiera el paso del agua. De pronto su atención fue llamada por unas pequeñas risas que se escuchaban entre la oscuridad de la noche, y chapoteos en un pequeño tramo de la acequia, que también se escuchan entre el silencio y la penumbra. Eran como risas de niños que jugaban muy alegremente en el agua, que corría con tranquilidad y que la luz de la luna dejaba su reflejo mientras los árboles dormían en silencio. Al acercarse más para que pueda ver de lo que se trataba. El desconcierto se reflejó en los ojos de aquel hombre.
Lo que pudo ver en ese instante, fue  un pequeño grupito de niños rubios, desnudos y con rasgos de antigüedad en el rostro, como si fueran ancianos. Don Carmelo al ver tal puesta escénica, que lo llenó de espanto, salió despavorido del lugar.


Al llegar a su casa, pudo contar a su esposa, lo que le había ocurrido en su huerta de cerezos. Y tranquilizado por un brebaje que su señora le había preparado inmediatamente. Pudieron deducir ellos que se había tratado de unos traviesos duendes que solo lo querían asustar en aquella huerta.


Mauricio Lozano

jueves, 24 de septiembre de 2015

EL TESORO DE PAIJAN



La familia Lizarzaburu afincada en Trujillo pasaba por aprietos económicos, y comentandolo  aquello con su compadre un  indio que vivía en Paijan. Decidieron en pedirle ayuda. Aquel  indio se compadecido de ellos y  les ofreció algo que los sacaría de la bancarrota.


El indio les hizo el favor con un préstamo en BARRAS DE ORO. Aquel familiar de procedencia indígena, tenía un escondite donde yacían sus valiosas barras de oro. Pero la condición era que  los llevaría  a los Lizarzaburu  a su escondite  en lomo  de bestia, siempre y cuando  estén con los ojos vendados; para que no conozca el lugar. Aquel celoso benefactor dejó bien en claro que no digan a nadie de la existencia de su riqueza, ni tampoco, quien les había dado; porque de lo contrario morirían.


Los  Lizarzaburu comenzaron a  demostrar  sus nuevos signos de poder económico. Por lo que  la policía comenzó a sospechar que estaban en cosas ilícitas, y los tomaron prisionero. Al tenerlos encerrados los hicieron declarar y dijeron  quién les había entregado las barras de oro. La policía de Paijan ya sabiendo de la existencia del indio y su riqueza de dudosa procedencia, fueron en su búsqueda. Pero cuando llegaron a la casa del compadre, se dieron con la sorpresa  que había muerto y ya lo velaban.

Mauricio Lozano

martes, 22 de septiembre de 2015

LA LAGUNA AZUL



Hace mucho tiempo, en el siglo pasado. Hubo un aluvión en todo Paiján. El aluvión formó una laguna en un lugar conocido como "El Cerro Azul" y como la laguna se encontraba muy cerca de  ese lugar, el lagunar fue nombrada como "La Laguna Azul".


Un día, de un mes muy cálido. Llegaron unos jóvenes a refrescarse en las aguas de aquel lagunar y se sorprendieron al ver a unos hermosos patos nadando en aquel estanque; entonces uno de ellos se metió en la laguna para alcanzar a uno de los patos que muy alegres disfrutaba en el agua. El inocente visitante, sin percatarse de que algo malvado se escondía tras ello. Se acercó sigilosamente por el agua para poder atrapar a uno de aquellos animales. Pero cada vez que se iba acercando más y más a aquellos patos, sentía  que su cuerpo se hundía también, y cuando ya estaba a punto de alcanzarlo, sintió que su cuerpo era absorbido por alguna fuerza siniestra, hacia lo profundo de las aguas de aquel estanque. El joven se hundió  tanto en las aguas, que cayó a los brazos de la muerte por ahogamiento.


Dicen que aquellos patos, hace mucho tiempo; eran un tesoro que se veía en aquellos atardeceres en la laguna y que llevaban una maldición muy antigua del lugar, que siempre se manifiestan, cuando la ambición de algunos visitantes se apodera de ellos.Y  cuando alguien pudiera visitar y ver a esos hermosos animales en medio de las aguas del  estanque. Eran atrapados por la maldad que habita en las profundidades de "La Laguna Azul".

Mauricio Lozano