El raro personaje, vestido de riguroso luto, solía
caminar por la polvorienta calle Lima, llena de baches e impregnada de un olor
nauseabundo, con dirección al Campo de Aviación, un lugar rodeado de laureles
de flores rojas y blancas, en donde aterrizaban y guardan sus avionetas la
empresa Agrícola Chicama Limitada. Todas las noches a las siete en punto,
abandonaba la rustica vivienda que ocupaba en la hacienda Casa Grande.
La silueta de la inconfundible figura guardaba un solo
tono con la negrura de la noche. A pasos cadenciosos y, con la mirada fija,
caminaba por la silenciosa calle. Cuando cruzaba el poste público, instalado al
final de la cuadra y que apenas alumbraba, solo se veía un bulto negro. La
figura fantástica y horrible, al igual que las fachadas de las rusticas
viviendas del campamento, parecía irreales.
En el Campo de Aviación, la penitente permanecía orando
hasta despuntar el alba, confundida con la fragancia que despedía los verdes
arbustos de hojas lanceoladas.
La figura desgarbada y fantasmagórica, que causaba
cierto pavor entre los pobladores, era una mujer entrada de años y, la en la
oscuridad de la noche, solamente relucía su blanca cabellera, cuando se bajaba
el tul negro, que siempre llevaba puesta.
A su retorno, el extraño personaje lo hacía con la
misma cadencia. Constituía la única alma despierta a esa hora de la madrugada.
Según comentarios de la gente, la penitente, más
conocida como la vieja de Algodones, acudía al Campo de Aviación a rezar por el
eterno descanso de uno de sus hijos que había muerto de una rara enfermedad.
Afirman, asimismo, que tenía ojos hundidos como los de
un cadáver y que, en ambos orificios, de la nariz y de los oídos, llevaba
tapones de algodón. No se supo nunca por que se los colocaba.
La vieja de Algodones, generalmente, salía de noche.
Sus salidas durante el día eran raras y, cuando lo hacía, causaba estupor entre
los pobladores. Pero las personas que más lo encarnecían eran los niños que le
gritaban a vos en cuello: “¡Vieja de Algodones! ¡Vieja de Algodones!”. A esos
gritos, la anciana no les prestaba oídos. Seguía su camino solamente murmurando
y sin rencor al maltrato que le daban.
La vieja de Algodones no perjudicaba a nadie. Era
totalmente inofensiva.
Luis Chuquipoma Muñoz
No hay comentarios:
Publicar un comentario