martes, 9 de diciembre de 2014

EL JINETE FANTASMA

En los albores del siglo pasado, cuando los caminos que unían la sierra con la costa eran arterias vivas de comercio, polvo y esperanza, los viajeros descendían desde la fértil ciudad de Cascas hacia la floreciente Ascope. Eran tiempos de mulas cargadas de uvas, de arrieros curtidos por el sol, y de historias que se contaban al calor de la fogata, entre sorbos de cañazo y silencios que pesaban más que las palabras.

Entre los viajeros de aquel verano, una pareja de recién casados emprendía su luna de miel. Él, hijo de comerciantes de Trujillo; ella, maestra de escuela en San Pablo. Montaban caballos prestados, con alforjas ligeras y corazones llenos de promesas. El sol los acompañó durante el día, y el murmullo de los valles parecía bendecir su unión.

Pero al caer la tarde, llegaron al paraje conocido como La Encañada, un estrecho desolado entre quebradas, donde el viento silba como si recordara antiguos lamentos. Los viejos ascopanos evocaban ese lugar con voz grave, pues allí se habían tejido historias de asaltos, crímenes y apariciones que helaban la sangre. Nadie pasaba por La Encañada sin encomendarse a los santos.

El esposo, sintiendo una necesidad inevitable, pidió a su mujer que lo aguardara al final del paso. Ella obedeció, avanzando con calma mientras la penumbra comenzaba a envolver las quebradas. El cielo se tornaba violeta, y las sombras parecían alargarse como dedos que querían tocar el alma.

Cuando el hombre montó nuevamente su caballo, el aire se había vuelto espeso. El silencio era tan profundo que ni los cascos resonaban. Al acercarse a su esposa, percibió a su lado la presencia de otro jinete. No era un viajero común: su figura se aferraba a la oscuridad como si emergiera de ella. Vestía de negro, con un sombrero de ala ancha que ocultaba su rostro, y su caballo parecía no pisar el suelo, sino flotar sobre él.

El esposo sintió que el corazón se le detenía. El miedo lo venció, y cayó desvanecido al llegar junto a su mujer. Ella lo sostuvo entre sus brazos, sin comprender lo que había visto. El jinete se desvaneció como niebla, sin dejar huella ni sonido.

Días después, ya en Ascope, el hombre apenas hablaba. Su voz se quebraba, su mirada parecía perdida en un abismo invisible. Decía cosas sin sentido: que el jinete lo había mirado sin ojos, que había sentido el peso de una muerte ajena, que había oído voces que no eran de este mundo.

La impresión lo consumió hasta arrebatarle la vida. Murió en silencio, como si su alma hubiera quedado atrapada en aquel paso maldito. Los ancianos cuentan que su espíritu jamás se liberó del encuentro, y que en las noches de luna menguante aún se oye el galope de aquel jinete fantasma, guardián de los secretos y tragedias de La Encañada.

Algunos dicen que es el alma de un arriero asesinado por codicia. Otros, que es el demonio disfrazado de viajero. Pero todos coinciden en algo: si alguna vez cruzas La Encañada al caer la tarde, no mires atrás. Porque el jinete no busca compañía… busca memoria.

Mauricio Lozano



No hay comentarios: