En el noroeste de Ascope, donde la tierra se abre en quebradas angostas y los cerros se levantan como guardianes de un secreto, se encuentra el Cuculicote. No es un paraje cualquiera: su geografía laberíntica, de vericuetos que parecen diseñados por manos invisibles, ha sido desde tiempos antiguos un escenario propicio para ocultaciones y sorpresas. Los pobladores, herederos de una memoria que se transmite en susurros junto al fogón, aseguran que en ciertas noches de luna, cuando las fuerzas del universo trastocan el pulso de la tierra, allí se abre un portal. Un umbral oscuro, donde lo humano roza lo infernal, y donde los espíritus de otro mundo se asoman con recelo.
Los antiguos ascopanos, hombres curtidos por el sol y la faena, temían aventurarse por esos senderos. Decían que no eran simples caminos, sino trampas vivientes, guaridas de ladrones y refugio de seres extraños. Y sin embargo, la fama del Cuculicote creció, alimentada por relatos de viejos bandoleros que, además de desafiar a la justicia, parecían lidiar con fuerzas desconocidas que habitaban en las entrañas de la quebrada.
La época colonial y el palenque de los bandoleros
En los días coloniales, cuando el oro y la plata circulaban como sangre por las venas del imperio, un grupo de audaces amigos de lo ajeno estableció allí su palenque. Era su guarida, su fortaleza, su territorio exclusivo. En ese escondrijo, cuentan, enterraron sumas fabulosas: cofres repletos de monedas, joyas y reliquias que nunca llegaron a manos de la Corona.
La noticia del tapado —ese tesoro oculto bajo tierra— se propagó como un murmullo irresistible. Se dice que un soldado echeniquista, herido en la época de la revolución de Castilla, llegó a Ascope buscando alivio. Fue recibido por Don José Mercedes Tello, hombre de buen corazón, quien lo atendió con generosidad. En agradecimiento, el soldado le entregó un derrotero, un mapa secreto, y le mostró algunas monedas coloniales que ya había encontrado en el Cuculicote.
La fiebre de la búsqueda
Desde entonces, la quebrada se convirtió en escenario de febril esperanza. Don José Mercedes Tello organizó cuadrillas de hombres que, con discreción, se internaban en el Cuculicote, husmeando entre piedras y matorrales. Pero el tesoro se resistió. Tras él vinieron otros: Don Ambrosio Dávila, Don José María Saldaña y Don José Padilla. Todos fracasaron. El “Sésamo” nunca se abrió.
¿Se burló el soldado con su historia? ¿O acaso los buscadores carecieron de la astucia necesaria para enfrentar no solo la tierra, sino también las fuerzas invisibles que custodian el entierro? Nadie lo sabe. Lo cierto es que el mito sobrevivió a los siglos, fortalecido por cada intento fallido.
Los guardianes invisibles
La leyenda asegura que el tesoro no está desprotegido. Seres mágicos, de formas cambiantes, vigilan con celo el palenque enterrado. Algunos dicen que se manifiestan como luces errantes, otros como sombras que se deslizan entre los arbustos. Hay quienes juran haber escuchado voces que llaman desde la quebrada, voces que prometen riquezas pero conducen a la perdición.
El mito que perdura
Hasta hoy, el Tesoro del Cerro Cuculicote sigue siendo un misterio. No por oculto menos cierto. Se habla de él como de una realidad latente, esperando al mortal afortunado que logre hallarlo. Pero ese elegido deberá enfrentarse no solo a la tierra endurecida por los siglos, sino también a los guardianes invisibles que, desde tiempos inmemoriales, protegen con recelo el secreto.
Quizá el Cuculicote no sea solo un lugar físico, sino un espejo de la codicia y el temor humano. Un recordatorio de que los tesoros más brillantes suelen estar custodiados por las sombras más densas.
Mauricio Lozano

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